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11/03/2011 - Capítulo treinta y tres de este interesante policial

"Las dos muertes de Oliverio Puebla", de Montilla Santillán

Era una vivienda pequeña, no más que una choza arrinconada por el monte y la soledad. El techo a dos aguas tenía las marcas de la inclemencia del tiempo y la pobreza. Muy cerca había otra construcción de paredes de barro tiznadas, donde ardía un fogón cándido sobre la tierra desnuda...

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La verdad de un nombre

Era una vivienda pequeña, no más que una choza arrinconada por el monte y la soledad. El techo a dos aguas tenía las marcas de la inclemencia del tiempo y la pobreza. Muy cerca había otra construcción de paredes de barro tiznadas, donde ardía un fogón cándido sobre la tierra desnuda. Luego una corral hambriento de madera donde descansaban una par de mulas y un caballo. Para cuando llegaron en un sulky amplio que pudieron rentar cerca de la estación de trenes, una manada de perros salió a recibirlos mas curiosos que hostiles. A pesar del sol era un lugar pálido donde la tristeza se quedaba demorada el tiempo que permanecía la necesidad.

Jaime detuvo el sulky y descendió en el instante preciso que un montón de mocosos asomaban sus cuerpos menudos a la puerta de la vivienda, mezcla de tierra y hielo, con mechones dorados de cabello y ojos claros sobre una piel cobriza como la tierra. Dubinet descendió sin prisa y oteó el paisaje en su totalidad, la profunda soledad del silencio ahogada en árboles sin nombre, en montecillos bajos y sueños inconclusos perdidos en la osamenta de las acequias. Era un territorio olvidado, más allá de los templos de concreto de las grandes ciudades, un universo desconocido habitado por seres a los que poseía una tierra de los que ellos no tenían posesión. Y sin embargo había en aquella pesadumbre una felicidad incomprensible y antigua que se nutría de una esperanza inmortal.

Una mujer de cabellos dorados salió de la choza que hacía las veces de cocina limpiándose las manos en el delantal. Era hermosa con sus arrugas y sus ojos de estrella, vibrante en una nostalgia nunca extinguida de la propia comarca más allá del océano.

-¿La familia Laras? –preguntó Jaime quitándose el sombrero.

La mujer los miró sin decir nada, como si los otros hablaran en una lengua diferente.

-¿Germán Laras? –prosiguió el mellizo con el sombrero en las manos.

Los ojos de la mujer brillaron húmedos y la alegría la atravesó con un gesto.

-¿Saben algo de mi pequeño? ¿Está bien? ¿Está bien mi pequeño?

Caminó olvidando la distancia que le exigía la prudencia.

-¿Me traen noticias de él? ¿Le ha pasado algo malo a mi pequeño?

-¿Es su hijo? –preguntó Dubinet con tono paternal sin moverse del lugar.

Ella asintió. Ya no se atrevía a preguntar otra vez por temor a escuchar algo que pudiese roerle la esperanza. El viejo se acercó unos pasos midiendo la tarde.

-¿Saben algo de mi Germán?- Sus ojos celestes imploraron una respuesta que no se dejaba escuchar.

-Necesitamos saber algunos detalles, mi señora. Luego le diré lo que sé. –respondió Dubinet.

Los guió hasta la cocina donde el humo con su perfume impregnaba las paredes negras y les ofreció pan caliente y mate dulce. Dubinet se presentó ante ella con el respeto y ternura que exigía una madre, sin revelar demasiado y luego esperó que aquellos labios rojos se tomaran el tiempo que necesitasen para hablar.

-Germán se fue hace tiempo. A la Ciudad Verde. Este año ya harán cuatro de su partida. Yo siempre supe que algún día se marcharía. El monte sabe reclamar a sus hijos y nunca pidió por él. Cuando era niño se quedaba mirando la Ciudad Verde, El Jardín lo llamaban algunos y él sonreía al imaginar la tierra donde todo florecía, los árboles de flores lilas, las montañas y los sueños. Ayudaba a su padre con los labores del rancho y era trabajador como pocos, pero no pertenecía a este lugar. Aquí todo es silencio y tierral, soledad y baguala. Quizás ese deseo de buscar otros horizontes lo heredó de mí, de mi padre que huyó de la hambruna hace tiempo y rastreó otras tierras donde afincarse. Así que cuando cumplió la mayoría de edad se acercó a su tata y le comunicó su intención de partir. Le habló derecho y sin dobleces, como acostumbraba él, con esa voz firme que no admitía negativas. Mi marido no lo tomó bien. Si te vas será para siempre, le dijo. Y él escondiendo la pena hizo sus cosas y se marchó. Ya no supe más de mi Germán. A los que de vez en cuando pasaban por aquí con noticias de la Ciudad Verde yo les preguntaba si sabían algo, a escondidas de mi esposo les preguntaba, pero la Ciudad Verde es pequeña solo de nombre, en su interior los hombres viven como hormigas, eso me dijeron y es difícil saber de alguien en particular. Yo lo imaginaba feliz regalando risas, que es lo que soñaba hacer. Colorearse el rostro para convertirse en otro y recibir a cambio de eso un poco de dinero y aplausos.

-¿Aplausos? –inquirió Juan.

-Y era bueno en lo que hacía. Era bueno, señores y no porque lo diga su madre.

Los ojos de Dubinet brillaban encendidos como los tizones del fogón y su pensamiento corría veloz como el huracán aparejando los retazos de esa verdad que ya no intentaba eludirlo.

-¡Un actor! –dijo a media voz.- Germán Laras.

En una esquina sombría de la habitación, escondida entre el humo azul y las paredes ennegrecidas La Muerte dejó un suspiro y lloró, con la potencia de las eternidades lloró sin pausa, ahogándose en agonías. Como un niño sin consuelo alguno vertió sus lágrimas mudas. Acurrucada y pequeña con la espalda apoyada en la pared de adobe, gemía sin consuelo.

-Era tan hermoso. Como un colibrí y su risa, su risa contagiaba hasta los Quebrachos más antiguos. Espero que las palabras de su tata no se la hayan podrido. Su tata no le dijo eso porque no lo quería, se lo dijo porque lo amaba demasiado, por eso se lo dijo. Pero él no regresó jamás. Quizás sus logros no le dejaron volver, o talvez acató la ley del padre. Pero yo lo extraño, señor, lo extraño tanto. A veces corro hasta el camino imaginando que vuelve, en un carro grande de varios caballos, con otros como él, de esos que se colorean la cara y montan su carpa aquí mismo para jugar a ser otros y contarnos historias. Igualito que cuando era niño. –la madre ahogó el llanto con la saliva, se lo tragó junto a las lágrimas que le humedecían aquellos ojos exquisitos.- Nunca volví a saber nada de mi Germán, mi hermoso colibrí.

Dubinet aferró el bastón con fuerzas. Por primera vez en muchos años rechazó las palabras correctas. Se negó a pronunciar la verdad mientras recordaba la voz de la abuela aquella tarde adivinando las montañas: La verdad es como el acero, depende de quién la sujeta el cuerpo que sangre. Y él tenía el acero en sus manos, un puñal afilado y punzante al que ninguna coraza podía resistírsele.

-Germán está bien –expresó ya sin sobriedad, arrinconando la emoción y sosteniéndole la mentira a los ojos- Cruzó el océano en busca de más gloria. Lo reclamaba un destino mayor, mi señora. Me encargó que le dijese que la ama y que no lo espere, que el viaje es largo y el retorno más todavía, pero que la ama y es feliz.

La mujer rompió en llanto. Reía mientras lloraba y resplandecía feliz y en paz.

-Gracias, señor. -le dijo besándole las manos- ¡Gracias!

Ya en el tren de regreso las palabras seguían aguijoneándolo sin cesar. Aquella trama de fragmentos se eslabonaba lenta y inexorablemente en su cabeza y lo desgarraba con un dolor hondo que quería hacérsele nido en el alma.

-No entiendo, jefe. –expresó Juan Dosantos sentado frente a él en el compartimento del tren.

-Nunca fue Puebla, Juan. –sus palabras resonaban en el coche pero su pensamiento estaba lejos, en un 20 de mayo cuando su mirada se había encontrado con la mirada de Germán Laras, porque aquellos ojos de oliva tenían un nombre, aquellos labios finos, esa nariz aguileña, ese cabello castaño derramándose hasta los hombros y el orificio en la frente: un abismo oscuro y una lágrima de sangre seca, respondían a un nombre que había esperado muchas lunas para ser pronunciado: Germán Laras– ¡Pobre niño, mío! –dijo- Aquel 2 de mayo cuando decidiste hacer lo correcto sellaste tu destino.

Los otros lo observaban sin comprender, esperando una explicación que no llegó aquella jornada, pero que había mutado al jefe arrancándole la sequedad a jirones y empapándole los ojos con un velo de lágrimas que no encontraron donde derramarse.

-¡Hay que viajar pronto a Aguilares! –expresó de repente con la voluntad ardiente y desconsolada- ¡Quizás todavía estemos a tiempo! ¡Quizás estemos a tiempo, carajo!

-¿De qué cosa, jefe?

-¡De salvar a Oliverio Puebla!

 


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