La tarde del siete de junio se fue hundiendo lentamente tras un horizonte montañoso en la ciudad de Aguilares. El firmamento observaba temprano con ojos de estrella y una luna indiscreta se asomaba antes de que se fuera el sol. Manchas se incorporó de repente y se quedó mirando detrás del ventanal de la biblioteca. Ahogó un ladrido ronco y miró a Gervasio.
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La noche del tigre
La tarde del siete de junio se fue hundiendo lentamente tras un horizonte montañoso en la ciudad de Aguilares. El firmamento observaba temprano con ojos de estrella y una luna indiscreta se asomaba antes de que se fuera el sol. Manchas se incorporó de repente y se quedó mirando detrás del ventanal de la biblioteca. Ahogó un ladrido ronco y miró a Gervasio.
Afuera piafaban caballos en el patio externo y un relincho llamó presuroso la atención del mastín que esta vez ladró con fuerzas. El joven le acarició la cabeza, fue hasta una esquina de la habitación, tomó el Winchester y salió sin prisa hasta la galería. Nadie había encendido los faroles aún y aunque la luz de la tarde agonizaba sanguinolenta, permitía ver todavía sin demasiado esfuerzo.
-Comisario. –dijo Gervasio con el cañón del arma apuntando al piso de la galería.
El policía montaba un caballo grande e inquieto de porte salvaje, acompañado de otros tres oficiales también a caballo con las armas cruzadas en la espalda.
-¿Cómo está, don Gervasio?
-Bien. –la respuesta fue seca y súbita.
-Quieto moro –le habló el comisario a su montura acariciándole el cuello con gestos rudos.
-¿Qué te trae por aquí?
Atrás uno de los oficiales dejó que el caballo diera unos trancos hacia el costado del patio para disimular la inspección del lugar. Los pájaros alrededor se permitieron un silencio y el viento dejó de soplar sobre la copa de los árboles. Una tirantez etérea buscaba sus formas aquella tarde en el Chalet de los De Alba.
-Hace unas horas recibí una denuncia en la comisaría, don Gervasio. Me dijeron que vieron a Santiago Ávalos por estos sitios.
-¿Sí? ¿Y quién te lo dijo, Manuel?
-Bueno, eso es algo que no puedo revelar, don Gervasio. Usted entiende.
El muchacho asintió y el cabello largo atado a una cinta escapó para enmarcarle el rostro. Allí, en la galería de columnas, con el rifle en la mano y las altas botas ciñéndole un pantalón de hilo negro, parecía un hombre de otro tiempo bello y sombrío.
-Así que me decidí a darme una vuelta.
-No he visto a nadie.
-El muchacho es peligroso, don Gervasio. Se cargó a su familia sin mucho problema y por ahí se rumorea que también mató al primo, al Oliverio.
-No es bueno que un comisario se deje llevar por rumores, Manuel.
El caballo del policía escarbó violentamente el suelo mientras relinchaba desafiante.
-Las muertes no han sido rumores, don Gervasio.
A pesar de que el comisario le duplicaba la edad y enseñaba orgulloso en su uniforme las insignias que denotaban su rango, se dirigía al joven con la solemnidad que exigía un superior, solemnidad no exenta de cierto fastidio que se palpaba a veces en las inflexiones de su voz.
-El señor Dubinet, sin embargo nos ilustró bastante bien sobre los homicidios la otra…
-Si el muchacho es inocente como dicen, don Gervasio, ¿por qué se dio a la fuga?
Una brisa, a duras penas, se abrió paso entre las dos miradas.
-Quizás porque tú y los tuyos, Manuel, salieron a cazarlo como a un animal. ¿Qué iban a hacer si lo encontraban en ese entonces? ¿Lo habrían dejado explicar lo que…?
-No se habría hecho nada que no estuviera en mis facultades. Hay testigos, don Gervasio y usted lo sabe.
-¿Los hay? Solo conocí a uno y no creo que el pobre diablo haya corrido con mucha suerte. ¿Y el otro? ¿Fue él el quien te vino con el rumor?
-Le dije que no puedo hablar del asunto. Ya bastante mal le fue al tal Domingo como para exponer a otro a un final similar. –tiró de las riendas del caballo y el animal se encabritó una ráfaga y desahogó su ardor golpeando con ambas manos en la tierra – ¿Lo ha visto o no?
-Te dije que no. –Gervasio De Alba cambió el rifle de mano en un movimiento tan casual como grave.
-Es extraño.
-Como tantas cosas.
Los otros oficiales atrás adivinaron sin problema la tirantez de la situación y pensaron en sus armas cortas alojadas en sus cintos o en las largas acordonadas a la espalda.
-Le aconsejo que esté atento, don Gervasio. A pesar de lo que haya dicho el viejo citadino, Santiago es un muchacho extraño, como todo montañés y…
-Estaré atento, Manuel. Gracias por el aviso.
El comisario escondió una mueca de disgusto y después de un rato dijo con tono malicioso.
-Duerma usted bien, don Gervasio.
-Buenas noches, Manuel.
Gervasio cenó en la cocina sin decir palabra. Comió el guiso humeante que le había preparado Prudencia, se negó a beber vino y en cambio ingirió dos jarros de agua y luego de un cigarro en chala en compañía muda de sus empleados, se retiró a sus habitaciones.
Los muros del chalet ardieron en luces en los cuatro puntos cardinales hasta pasado la medianoche, cuando el capataz los apagó como era su costumbre. Después sobrevino una quietud de árboles y de viento, de agua corriendo en canales y ladridos lejanos. La ciudad dormía en la mustia serenidad de sus otoños. A la distancia las chimeneas del ingenio se levantaban como puntales hacia el infinito, en canon con las otras, las que venciéndolas en tamaño dominaban con sus fantasmas la tierra que había elegido la bestia como su territorio. Santa Ana estaba lejos a la vista, pero se hacía sentir en aullidos.
Manchas, que dormía a los pies del lecho de su amo, se incorporó de repente. Eran las tres de la madrugada. No emitió sonido alguno pero se quedó mirando detrás de la puerta de roble.
-Tranquilo, muchacho –le dijo Gervasio en voz muy queda.
Abrió el cajón de su mesa de luz y sacó sin hacer ruido el revólver. Él también había escuchado algo, primero en las caballerizas, ahora recorriendo los pasillos del ala este. Eran como siseos en las baldosas, apenas reconocibles, pero ahí estaban y se repetían de a pares. Fue hasta la puerta y la entreabrió con cuidado para no dejarse oír. En el recodo del pasillo logró ver a tiempo la silueta de un hombre agazapado que se perdía en la profundidad de los corredores. Y había otros, los sonidos no le dejaban dudas. Ya estaban adentro y apostaba lo que sea que llevaban armas. El ala de la servidumbre se disponía atravesando el patio central y llegar hasta ella para pedir ayuda por el momento era imposible sin encontrárselos en el camino.
-Son tres. –le susurró a sus espaldas Santiago Ávalos que había dejado su lecho improvisado en una esquina del aposento para colocarse a su lado con el rifle en las manos.
-Buscarán en el cobertizo.
-No vienen con intención de hablar, patrón.
Gervasio asintió en la oscuridad apretando el revólver con la mano.
-Vamos, te sacaré de aquí.
Salieron con sigilo y tomaron el pasillo derecho con el propósito de llegar a la planta baja a través de la escalera de servicio que se disponía detrás de una puerta oculta en el salón de distribución. Descendieron mudos los peldaños, rodearon la cocina y se escaparon al patio central donde en el eje más exacto, centelleaba un aljibe. Las columnas de las galerías dibujaban surcos en el suelo, allí donde la claridad de la noche no se atrevía a pisar. En el extremo opuesto se distinguía la silueta de un hombre agazapado entre las dalias, estático y expectante. No se movía a pesar de que las estrellas denunciaban la manga blanca de su camisa.
-Ahí está. –mencionó Santiago.
-Casi parece como si estuviese ahí adrede.
Un disparo retumbó brutal y el plomo se incrustó en la pared a unos centímetros de ellos. Santiago se volvió casi por instinto y disparó resuelto. Un fogonazo blanco estalló en la galería y el plomo viajó sin cobardía el trayecto que lo separaba de un hombre. Un grito vivo precedió al golpe del cuerpo al caer al piso. El otro entre las dalias disparó sin apuntar, más dominado por el miedo que por otra cosa y emprendió la retirada. Una tercera figura corrió hasta alcanzar el portal que llevaba a la parte posterior intentando lo mismo que su socio, un escape rápido.
Gervasio disparó su arma. La silueta entre las flores ahogó un quejido, se llevó la mano al hombro y desapareció tras el pórtico. Las luces del ala de servicio se encendieron de repente y un conjunto de voces hicieron de alarma. Pronto, mientras intentaban perseguir a los intrusos, el muro del Chalet fue renaciendo en luces. La ayuda llegó tarde, los agresores ya habían escapado.
Regresaron hasta el patio central en busca del que había caído por el disparo de Santiago. En el ángulo de la galería yacía un hombre. La sangre manaba a borbotones de un hueco en el cuello al que aferraba con manos robustas y se derramaba sobre una cicatriz que le atravesaba el rostro buscando el suelo de baldosas. Gemía como una bestia moribunda intentando en vano aferrar la vida que se escabullía roja entre sus dedos y los miraba, los miraba con un rencor profundo al mismo tiempo que con la desazón de un niño que no entiende la razón de su fatalidad. Y de pronto, ese odio fiero que le quemaba los ojos se volvió un llanto apagado, una pena desconocida. Moría allí, frente a los que debieron morir en su lugar, moría sin remedio y solo, se extinguía a borbotones, como un animal degollado en una tierra de torres que humeaban al cielo, donde los demonios caminaban los surcos. Él que se había considerado tigre devoto de sangre, se iba bañado en ella, con un sonido ronco, húmedo y rojo.
-¡Debes irte, Santiago!
-¿A dónde, patrón?
-A Mora Micuna. A las cuevas. Y no vuelvas hasta que yo vaya por ti. Toma un caballo y provisiones y vete. ¡Rápido! Yo me encargaré de esto.
Gervasio De Alba le palmeó el hombro y le volvió la espalda. Frente a él, los ojos abiertos del tigre ya no brillaban. Se habían quedado fijos en Gervasio, incapaces de mirarlo. Eran dos esferas borrachas de odio y de dolor, impotentes, roncas y muertas.
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