-Rodrigo de Valmorás –Hernández con la libreta en la mano se permitió saborear el nombre y los datos que ilustraban su libreta- Oriundo de Santa María de los Buenos Aires. Su nombre está ligado a varios crímenes y sabe qué, ninguno de ellos ha sido resuelto. Si su persona está vinculada a una fama bien negra, jefe, nadie ha podido probar nada y en todo caso ha servido para agrandar su reputación...
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Rodrigo de Valmorás
II
-Rodrigo de Valmorás –Hernández con la libreta en la mano se permitió saborear el nombre y los datos que ilustraban su libreta- Oriundo de Santa María de los Buenos Aires. Su nombre está ligado a varios crímenes y sabe qué, ninguno de ellos ha sido resuelto. Si su persona está vinculada a una fama bien negra, jefe, nadie ha podido probar nada y en todo caso ha servido para agrandar su reputación.
La mañana había amanecido plomiza y fría pero sin lluvia.
-Está en la ciudad ya hace un tiempo.
-¿Dos años? –preguntó Basilio Dubinet.
-Desde el 7 de mayo.
-Tendremos que descartarlo como el supuesto tío.
-Así parece. Se aloja en el hotel Plaza desde que llegó y no se le conoce ocupación alguna. La gente del hotel rumorea que es un hombre rico que está aquí por asunto de negocios, pero nadie sabe a ciencia cierta de qué tratan esos asuntos.
-¿Visitas?
-Aquí viene lo bueno. Un hombre corpulento de cicatriz en el rostro que según escucharon responde al nombre de López.
-¿Lo investigaste?
-Hice más que eso. Lo seguí. Ignacio Mayor, alias López es un Sargento de policía en la localidad de Acheral. Trabajó un tiempo en el Palacio de Justicia y luego fue trasladado al interior a causa de una serie de acusaciones por comportamiento violento. Iban a mandarlo preso, pero ciertos amigos en las alturas a quienes les había hecho algunos trabajitos movieron sus hilos para que simplemente lo reubicaran.
-¿Y esos amigos?
-No hay noticias.
-¿El comportamiento violento?
-Mató a otro oficial en una riña.
Dubinet se atusó la barba.
-¿Algo más?
-Valmorás trata con otro. Un hombre mayor que se aloja en el mismo hotel. Habitación 345. Adolfo Ferreira.
-Y aquí tenemos al tío.
-Lo cierto es que desde anoche no ha regresado al hotel.
Hernández levantó la vista esperando ver una reacción por pequeña que fuese en el rostro del jefe, pero se encontró con aquel gesto duro y ausente.
-¿Dónde está Juan?
-Aquí mismo. ¡Dosantos!
Los pequeños entraron a la habitación al mismo tiempo.
-¿Estás bien, muchacho?
-Si, jefe.
-Eso es bueno. ¿Qué me tienes?
-Aquí está, jefe.
Le alcanzó un cuadernillo de tapa de cuero atiborrado de notas al que atravesaba un señalador improvisado a las tres cuartas partes de su volumen.
-Ahí mismo, donde puse la marca.
Dubinet lo abrió con calma y hojeó página por página con una cadencia lenta y constante, desgarrando cada anotación garabateada hasta que al final dijo:
-Germán Laras. –y levantó la mirada hasta Hernández.
-Hasta ahora nada, jefe. Ni una pista.
-Redobla el esfuerzo.
-Está hecho.
Un golpe a la puerta los sacó de la calma. Hernández buscó el revólver en el bolsillo de su saco mientras los mellizos hacían otro tanto. Dubinet les otorgó una risa amable y llamando a la tranquilidad con un movimiento de la mano fue hasta la entrada, descorrió la trabilla y abrió la puerta. A unos pasos el cartero lo saludó con afectada efusión y le dejó un telegrama.
-Ya hace un tiempo que no lo veía por aquí. –dijo tratando de sondear los rumores que decían que el viejo se había mudado luego de su renuncia a la fuerza pública.
-Hace un tiempo. –respondió Dubinet, lo despidió con un asentimiento y cerró la puerta.
-¿Alguna noticia, jefe?
-La certeza de la verdad. La buena de Eduviges nos hace saber que recordó al tío de Oliverio y coincidentemente se aloja en el hotel Plaza.
-Todo encaja, jefe, pero seguimos sin saber nada.
-Es complejo porque lo vemos por partes. Pero todavía no es tiempo de enlazar los fragmentos. Todavía no. –fue hasta la mesa pequeña y levantó el documento- Germán Laras. –mencionó en voz alta, pero para sí- ¿Quién eres? ¿Por qué tanto esfuerzo por ocultar tu nombre? Sabemos que este documento estaba en casa de Oliverio Puebla, sabemos que el asesino lo pasó por alto y luego volvió por él y más tarde mató asumiendo un riesgo que solo una situación extrema exigiría. Preguntas, amigos míos. He aquí el tiempo de formular la pregunta correcta que nos llevará al camino de la verdad y esa pregunta es obvia, se pronuncia por sí sola: ¿Quién es? ¿Por qué tanta necesidad de ocultarlo? Averigua lo que puedas Hernández y cuando sepas algo házmelo saber.
Nunca antes Hernández y los otros se abocaron a una tarea con tanto ahínco. Indagaron durante jornadas enteras. Siguieron pistas brumosas que los guiaban a callejones sin salida, interrogaron a personas de los más disímiles lugares, anduvieron por noches escabrosas en rincones donde solo los más osados se atreven y recorrieron esquinas fastuosas donde únicamente una búsqueda así podría haberlos empujado. Y mientras las jornadas se sucedían unas tras otras, Rodrigo de Valmorás permanecía en la habitación de su hotel y se dejaba ver unos pocos momentos, caminando con despreocupación por la plaza central, fumando aquellos delicados cigarrillos europeos. De los otros en cambio, no se tenía noticia. Ferreira continuaba sin regresar a su habitación del hotel Plaza que permanecía intacta y en lo que respectaba a López, se había desvanecido.
La noche del cinco de junio Ramírez, cuyo pasado lo hacía conocedor de artes turbias, se permitió una excursión a la alcoba de Adolfo Ferreira. El 345 era en realidad dos departamentos a los que separaban una puerta disimulada, que aunque cerrada, no tenía pasador. Se tomó varias horas para examinarlo todo sin dejar ni un recodo sin explorar. La habitación tenía un pequeño salón recibidor al que daban las puertas de ambos cuartos contiguos. El primer espacio le servía de dormitorio con un lecho espacioso y un baño, el segundo había sido reacondicionado para que sirviera de despacho y tenía, si se deseaba, una entrada independiente que encontró cerrada por dentro. Todo estaba en perfecto orden, su ropa, su calzado, algunos libros sobre un secretaire, diarios y una caja con cigarros. Era un hecho que la salida había sido imprevista por la disposición de las cosas, pero no encontró signos de violencia. Si había partido por propia voluntad, lo había hecho con lo que tenía puesto. No hubo nada que le llamara la atención a excepción de un alto fajo de sobres en un estante del escritorio de roble que ocupaba un lugar medular en el estudio. Dubinet le dio particular jerarquía al hallazgo. Se tomó la molestia de visitar a la buena Teresa en casa de Eduviges Ferrás y preguntarle sobre los sobres. La respuesta no tardó en hacerse escuchar. Eran los mismos que cada tanto encontraba en casa de Oliverio y que adjudicaba a la visita del tío misterioso.
Por lo tanto Adolfo Ferreira era el hombre que rigurosamente cada mes llegaba al número 238 del pasaje Bertrés para, desde la puerta, cambiar unas pocas palabras con Oliverio y acercarle el envoltorio. Pero las investigaciones que realizaron sobre el susodicho no los llevaron sino a la conclusión de que se trataba de un nombre falso. La noche del 6 de junio Dubinet en persona se infiltró en el hotel Plaza para realizar un examen a la habitación doble. No encontró nada que le sirviera de ayuda aunque concluyó que Valmorás había estado antes en ese lugar cubriendo cualquier huella que pudiera llevarlos a una pista concreta.
-El sello es indiscutible. Estuvo aquí, quizás la misma noche que habló conmigo. Con suerte le ordenó que saliera de la ciudad a toda prisa previniendo que yo pudiera caerle encima y todavía vive. Luego se encargó de deshacerse de cualquier indicio que pudiera ayudarnos.
-Olvidó los sobres.
-Valmorás ignora que Ferreira le entregaba a Oliverio lo que sea que le entregaba en estos sobres. No hay dudas.
-Lo que no entiendo es por qué se está quietecito en el hotel sin hacer nada.
-¿Crees que ha estado sin hacer nada, Ramírez?
El otro asintió con cierta vergüenza.
-Pues no. Valmorás sabe moverse en las sombras mejor que cualquiera de nosotros. Te equivocas si crees que no está en este momento incluso, moviendo sus hilos.
-¿Entonces?
-Ya veremos.
La lluvia abandonó su deseo de permanecer y un sol discreto despuntó la mañana del siete de junio en todo lo ancho de la provincia, cuando Hernández traspuso la puerta de la calle Entre Ríos blandiendo la libreta en lo alto.
-¡Lo tengo, jefe! –se tomó una pausa para recobrar el aliento- No podíamos dar con él porque no es de por aquí. Mire usted, de no ser por una casualidad feliz jamás hubiera caído tras la pista correcta. El viejo Zamora, el que se ocupa de limpiar mi oficina, fue el que me dio la respuesta. ¿Laras? me dijo cuando le pregunté si conocía el apellido, una vez conocí a una familia de apellido Laras, al noreste, en Rosario de la Frontera. Y es aquí que investigo y me doy con que en efecto el apellido existe en la ciudad de…
-Rámirez, averigua cuando sale el tren a Rosario y compra boletos. Partimos lo antes posible.
Por primera vez Dubinet abandonaba la cadencia parca y con ligereza se hacía de un sobretodo y equipo para el viaje.
-Pero usted piensa, jefe que…
-Sí. Y es posible que Valmorás esté tras la misma pista. Que los mellizos me esperen en la estación. Tú te encargarás de vigilar a Valmorás y tenerme al tanto.
-Está hecho.
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