El mastín guardó silencio y levantó la mirada y el hocico hacia la vasta mansedumbre del bosque. Gervasio De Alba le acarició la cabeza y buscó lo que el perro parecía haber encontrado en ese espacio que esfumaba la vigilia más allá de la galería norte de su chalet...
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Manchas! ¿Qué sucede?
El mastín guardó silencio y levantó la mirada y el hocico hacia la vasta mansedumbre del bosque. Gervasio De Alba le acarició la cabeza y buscó lo que el perro parecía haber encontrado en ese espacio que esfumaba la vigilia más allá de la galería norte de su chalet. A la distancia otros perros habían aullado antes describiendo un camino sonoro que concluía en la alameda, o en el bosquecillo circundante. La llovizna era una bruma opaca que habitaba la oscuridad deslizándose entre la vegetación. El mastín ladró una vez más señalando una brecha negra entre los álamos. Gervasio se tomó unos segundos para intentar descubrir la causa de la intranquilidad del animal. Nada.
-¿Has visto a alguien muchacho? –mencionó en voz muy baja y fue hasta el interior del chalet para regresar enfundado en una larga capa que le permitía esconder con holgura un revólver con cabo de nácar.
Caminó sin mucho apuro bajo la llovizna espesa, dejó la alameda y siguió la vereda lodosa que llevaba a la vivienda de los caseros. Las luces de su morada refulgían atrás, prudentes, batallando a las sombras que intentaban tomarlas por asalto formando un perímetro ondulante. El frío húmedo se colaba por los puntos de su saco y se le hendía buscando la sangre y los huesos. De Alba se envolvió en la capa con ambas manos. A pesar de que en sus dominios la bestia no se había cobrado ninguna víctima y en cambio designaba más al sur su coto de caza, se mantenía presto como un guerrero. Esa noche Gervasio era un guardián arcaico encadenado por una promesa sellada en la presencia de La Muerte:
Te lo juro, abuelo.
Aquella vez la tarde se había clavado limpia sobre las montañas. Nunca lo olvidaría. El sol se derramaba como un mar sobre el horizonte, el viento empujaba con suavidad a los árboles para que se hablaran unos con otros, e incluso las flores miraban hacia el interior del chalet. Todo era bello y triste. Sería porque el anciano que lo había criado se desvanecía como el crepúsculo, o quizás mejor. Porque no se extinguía lentamente sino como la explosión de la pólvora, veloz y magnífica. Y a pesar de que El Destino le ahorraba a ambos el dolor de una partida lánguida y a pesar que aquel hombrecillo sabio al que amaba con intensidad olímpica se marchaba como había deseado: tarde y tan formidablemente como había vivido, el dolor le ulceraba el pecho.
Te lo juro abuelo.
Le había respondido casi sin tomar en cuenta lo que se le pedía. De todos modos aunque le hubiese demandado que lo siguiera al inframundo habría pronunciado las mismas palabras. Tenía sus manos entre las suyas y lo miraba fijo a los ojos, para que la mentira no tuviese lugar donde esconderse, pacto de ambos desde que la palabra los dejó entenderse.
-No permitas que la bestia aceche estas tierras, Gervasio. Júrame que velarás por los que no pueden defenderse. Júramelo.
El anciano se quedó mirándolo hasta que escuchó la respuesta y supo que la verdad las conducía, sólo entonces se alejó con un suspiro. Se extinguió como los soles en los remotos universos.
Ahora que no estaba intentaba entender la herencia de ese destino, el de vigilar día y noche para que una bestia que conocía sólo por decires, no intentara acercarse a aquellos campos. En esa guardia solitaria, sin pausa, nada había ocurrido. Hasta la muerte de la anciana.
Mientras caminaba por la senda envuelto en la capa y sujetando el arma con templanza, recordó a la vieja de rostro nudoso. Sabia como los árboles, así la había definido su abuelo, vestigio de un tiempo que no volverá nunca pero que se prendió en el corazón de algunos. La vieja había estado la noche en que su abuelo murió. Él había corrido en su busca cuando presintió la hora. Talvez ella que conocía secretos arcaicos podía conocer el elixir que impedía que el sol se apagara. Y la vieja de ojos nublosos fue con él. Le pidió al nieto que aprestara el sulky porque ella que tenía tantos inviernos no podía recorrer con sus piernas la distancia que la separaban del sol. Y cuando el sulky se lanzó presuroso por el camino que llevaba al chalet, el nieto que llevaba las bridas lo abrazó con la mirada para aligerarle el dolor. Oliverio lo nombraban y en efecto era su nombre, Oliverio que como él había perdido a sus padres y era guardado por la generación más antigua. Sobre el pescante, la luna dejaba ver que era muy joven, casi un niño al que lo hermanaba un lazo más poderoso que la sangre.
Oliverio había muerto. Lejos, sólo, donde los De Alba no velaban.
Y cuando la vieja llegó junto a su abuelo hablaron con una sonrisa. Eso hizo la anciana de la mirada blanca. Sonreír. Como si las palabras no necesitaran prestarle auxilio. Luego se volvió hacia él y le dijo con voz secreta: El sol sabe cuando es su tiempo. Y dejó que se extinguiera.
Él rompió en un llanto silencioso aferrándole la mano, acababa de jurar con la voz y con los ojos y ya no estaba, se había ido. Para siempre.
-¡Qué se va a ir si lo veo tomándose las manos!
En aquel momento le pareció un desvarío. No le prestó atención y continuó llorando.
-Te has hecho de un destino, Arcano. Bello y sombrío, como los tuyos, así mismo, como el sol que quema y da vida.
En aquél entonces lo había nombrado de ese modo y hasta el día de hoy no entendía porqué. La anciana apenas vislumbraba formas a plena luz del día, pero veía en los hombres y las cosas lo que ningún otro. Quizás no era ciega, tal vez sus ojos habían sido hechos para mirar lo otro, lo que el resto no podía.
La abuela había muerto. Cerca, sola, donde los De Alba vigilaban.
La pena lo desgarraba con el peso de una culpa. La vieja se había extinguido también como un sol. Brillante y magnífica se había apagado de repente, como un astro en el firmamento infinito que deja de súbito el espectro de una luz que ya no existe, y se había llevado a su nieta consigo. Triste destino el de su estirpe, primero el muchacho, luego ella y la hermosa Alcira color de bronce. Quizás en cenizas había regresado a las montañas donde nació, para cumplir un ciclo que acaso no pudiese cerrarse. Se quejó mudo. Aquel mundo nuevo al que lo atravesaba el siglo iniciaba quemando soles, lleno del eco de lumbres que se extinguían en tropeles.
Una semana antes de que la anciana muriera había ido a la casa cruzando el puente a preguntar por unas medicinas y ella, sentada en su mecedora de tientos, le había dicho sin volverle ni siquiera la cabeza.
-Que bello te has vuelto, Arcano. Tan bello como el que llegó antes que tu. Pero todavía no conoces tu destino.
Eso fue lo último que le oyó hablar. La familia de la montaña desaparecía en tiempos de su guardia. Tal vez no era la bestia infernal que atormentaba Santa Ana, pero era una bestia al fin y había hecho de aquel terruño su coto de caza. Él era el último vástago de una dinastía designada a guardar el muro que dividía su mundo de otros mundos, vestigio de un tiempo que permanecía en unos pocos, señor de un juramento. Eso era y quizás por eso mismo la abuela lo había llamado de aquella forma.
La noche le devolvió el crujido de una rama en el suelo barroso. Después sintió la presión de los caños de la escopeta en la espalda. No se volvió, no necesitaba hacerlo.
-Yo no las maté.
Santiago Ávalos era una voz emanada de los árboles, una voz antigua, esquirla de una estirpe de la que solo quedaban las piedras amurallando una ciudad perdida en las montañas. Vástago de un clan que se había extinguido como el sol.
-Lo sé-respondió Gervasio sin moverse del lugar.
-Ni siquiera estuve ahí cuando… Si yo hubiera estado ahí…
-Tu fin hubiera sido el mismo.
-No tengo donde ir. El monte ya no me ofrece cobijo.
-Hay una puerta pequeña que da paso a la galería sur. La dejaré abierta para que puedas entrar cuando estés seguro de que nadie te vea. Hasta que las cosas se calmen permanecerás en el chalet bajo mi protección.
Y sin decir más regresó sobre sus pasos al amplio muro de luces que designaban su feudo.
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