Luego de casi un mes volvemos a publicar este interesante policial en su capítulo 28. La lluvia persistió todavía un tiempo más, lo suficiente como para que la mañana la descubriera curioseando entre los andenes de la estación de trenes de Aguilares. Gris el humo que escapaba de la máquina para fundirse con el cielo gris.
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I
La lluvia persistió todavía un tiempo más, lo suficiente como para que la mañana la descubriera curioseando entre los andenes de la estación de trenes de Aguilares. Gris el humo que escapaba de la máquina para fundirse con el cielo gris. Gris la niebla translúcida esquivando las piedras, las columnas y en ocasiones hasta los árboles. El jefe de correos miró el agua que se derramaba a chorros por las canalejas de la techumbre y dejó que su pensamiento le dibujara una mueca de disgusto. Añoraba el sol tanto como despreciaba la lluvia.
-Llegó esto para usted. –dijo casi por instinto acercándole entre los dedos un telegrama al pequeño Dosantos que para ese entonces golpeaba el piso con las botas con el afán de quitarse el lodo- Hace un rato no más
Afuera el terraplén estaba atiborrado de gente que descendía del tren y se quitaba con las palmas de las manos las pocas gotas que se escapaban entre la galería y el vagón.
-No esperaba que llegase tanta gente hoy. –prosiguió el jefe de correos con la mirada olvidada en el aguacero.
Había dos carruajes de varios caballos aguardando a unos metros y sus cocheros, enfundados en impermeables, esperaban firmes bajo la inclemencia del agua, con los sombreros goteando y el vapor de la respiración de los caballos escalándole los hombros. El mellizo detuvo la mirada sobre los señores de galera que descendían en aquel instante del segundo vagón. Algo en sus largos sobretodos, en las manos enguantadas sosteniendo bastones de madera que brillaban negros en la claridad, o en las miradas de fuego que fundían a su paso el frío, le llamó la atención un tiempo que no supo tener presente. Los otros, los pasajeros que descendían de los vagones restantes, los trabajadores de la estación, e incluso los curiosos, abrían paso a los recién llegados con la reverencia de siervos. Y es que había algo de un tiempo feudal atrapado en los modos de aquellos aparecidos, que concientes de lo que su presencia provocaba en la multitud, concedían sonrisas afables e incluso, a algunos pocos elegidos, una inclinación de cabeza.
-Los D´Elissalde – remachó atrás el jefe de correos mientras encendía un cigarrillo- Aquel de mirada de fogón es el mayor, Don Carlos
-¿El de la barba blanca?
-El mismo. Todo un patricio ¿no lo cree?
El mellizo sonrió. No había escuchado esa palabra en mucho tiempo y al pensarlo con detenimiento, tampoco recordaba dónde y quién la había mencionado alguna vez.
- Los otros tres son sus hermanos. Federico, Andrés y Evaristo
-Una familia numerosa. El padre no escatimó en esfuerzos
- Y todavía hay una mujer. –dijo el jefe de correos con una risa impregnada en humo- Y dos primos. ¡Bah! No creo que al momento de repartir las tierras tengan mucho problema. Solo aquí, en Aguilares, poseen hasta las montañas y un poquito del sol
El mellizo lo acompañó con una carcajada mustia. Sólo cuando terminaron de desaparecer en el interior de los carruajes recordó el telegrama que tenía en la mano. Estaba dirigido a él. Recién en ese instante cayó en cuenta. Todo ese tiempo había masticado la idea de que aquel trozo de papel era para Dubinet, como habían sido los últimos telegramas, pero su nombre se leía bien claro: Jaime Dosantos.
Leyó. Sus ojos saltaron de palabra en palabra una vez y luego preso de una agitación insospechada las releyeron. Dejó olvidado al jefe de correos sin un saludo de despedida y partió a toda carrera hasta el caballo que esperaba bajo un árbol que a duras penas lo resguardaba de la lluvia.
Diez minutos más tarde con las ropas empapadas y el lodo calándole el calzado, esperaba frente a Dubinet un vocablo solo que le calmara la ansiedad que para ese momento le ganaba el espíritu.
-¡Entonces está vivo! –exclamó cuando el silencio le pareció interminable.
Dubinet asintió y con una calma a contrapunto, le alcanzó el telegrama a Gervasio.
Documento en mi poder. Lo veré donde acordamos. 3. Medianoche.
Juan Dosantos
-¡Está vivo! –repitió el hermano.
- Así es. –habló finalmente Dubinet.
-Si el telegrama llegó a la estación el asesino ya debe estar al tanto. –reflexionó Gervasio y Hernández a unos pasos asintió cayendo en cuenta
-Lo está.
-Si no actuamos con precaución cometeremos el mismo error del que ha sacado tanta ventaja.
-Por esta vez, dejaremos que nos la saque. –expresó Basilio parco como pocas veces- Preparen sus cosas que partimos en el próximo tren. –revisó su reloj de cadena un instante y luego se volvió a Hernández para quedársele mirando un momento.- Necesitaré algunas cosas tuyas, Hernández. Vamos, que hay poco tiempo.
-Lo acompañaré.-expresó con decisión Gervasio.
-No. Usted tiene un papel importante que interpretar aquí. –los miró a todos y agregó para disipar la ansiedad y las sombras- Cierren las cortinas y déjenme ponerlos a tanto.
Caía la noche sin prisa, cuando bajo una lluvia opaca, la levita marrón que tan célebre había sido en la fuerza pública, se dejaba ver bajo la amplia concavidad del paraguas. Las pocas lámparas que se balanceaban en la techumbre de la estación impregnaban el lugar con una luz amarillenta, tímida e imprecisa. Dosantos cerró su paraguas y fue con prisa a la oficina para hacerse de dos boletos. Le levita de Dubinet esperaba en el andén perdida en la cavidad que lo preservaba del aguacero. Jaime regresó con los billetes y se los entregó en la mano. Detrás de aquellos resguardos negros eran por momentos solo piernas y retazos de trajes, nada más.
A una distancia prudente, envuelto en sombras, el hombre de la cicatriz los observaba. Esperó que los otros estuviesen en el vagón para hacerse de un billete y ubicarse en un coche posterior. Todavía sonreía al recordar su escape a caballo y se jactaba de su destreza en todo este asunto. La máquina anunció su partida con un aullido agudo. En el coche de atrás el hombre maquinaba su próxima acción con los dedos jugueteando en las orillas de su arma.
Veloz y constante el gusano de acero atravesó la distancia en la noche. Las luces de las poblaciones les llegaban cautas, disimuladas entre las cañas, los árboles y la distancia.
La ciudad los recibió nocturna y fugaz. En la estación el caballito zaino como tantas otras veces, los esperaba bajo los árboles a medias encendidos por los faroles de la plaza, atado a los correajes del coche. La levita subió antes que el paraguas y el zaino inició su marcha. El hombre de la cicatriz dejó pasar un momento y luego con un movimiento brusco de su mano llamó a un carruaje de alquiler. Subió de un brinco.
-Siga a ese coche. –dijo.
Aquel tres de junio la ciudad los recibía en el silencio de la memoria. Los adoquines lloraban las muertes que el tiempo quería tragarse y chirriaban en los ejes que compartían un destino. Una calle abrasada de lapachos cuyo nombre ocultaban las ramas y la opacidad detuvo al caballito zaino. Bajo el enramado un hombre embozado se acercó al coche.
-¿Basilio Dubinet? –preguntó.
La soledad proyectaba las voces en la distancia.
-El mismo –respondió una voz parca desde el interior
-Juan me pidió que le dijera que lo verá mañana a esta hora en la casa de Puebla
-Bien. Allí estaré.
El zaino siguió su camino. El hombre desapareció en la noche. Atrás en cambio, el carruaje deshizo la calle con premura.
-¡Al hotel Plaza! –ordenó la cicatriz.
Los dos caballos reaccionaron con arrojo bajo el golpe del látigo. El hombre de la cicatriz desmenuzaba su nueva victoria. Los faroles a su paso no eran más que manchas, como eran manchas los árboles y las sombras de los caserones de piedra, las cúpulas de las iglesias, los ocasionales transeúntes e incluso el cabriolé que lo seguía de cerca. El hotel lo recibió arto de luces, con el gran salón de recepción vestido de rojo. Fue hasta el mostrador, golpeó la campanilla con firmeza y aguardó al recepcionista.
-¿Señor?
- ¿El señor Rodrigo de Valmorás? –habló con voz clara y sonora.
- Está en el comedor
Escribió en un papel unas pocas palabras y se lo entregó.
- Facilítele esto de mi parte. Es urgente.
Sonreía preso de una excitación cruel. Como el depredador que se regocija con el recuerdo de la sangre, con la imagen de la presa que todavía no es suya pero que lo será pronto. Se pasaba la lengua por los bigotes y sus ojos brillaban, como un sol ardiendo dentro del iris aceituna, así brillaban. Asfixiado en su triunfo, olvidado del cabriolé que lo había seguido hasta ese mismo lugar. Si tan solo aquella embriaguez que le producía la confianza en si mismo le hubiera dejado un resquicio para sospechar que la levita marrón bajo el paraguas en la estación de Aguilares nunca había vestido a Dubinet sino a Hernández, que el viejo lo seguía a unos metros, en el tren, en la estación de la ciudad y en ese mismo salón del hotel, pero nada de esto pasó por su cabeza.
Dubinet vestía de negro ese tres de junio cuando siguió al conserje hasta una mesa retirada del comedor. Caminó sin apuro preso de una calma atroz hasta dar con el muchacho que en ese momento disfrutaba tranquilamente su coñac. Lo vio recibir el recado, descifró los gestos de su rostro al leerlo y luego esperó que levantara la vista para encontrarlo casi frente a él.
Y fue aquel un instante indescriptible, las dos miradas en ese universo de luces y voces apagadas reconociéndose de inmediato. Aquellas dos voluntades terribles, aquellos adversarios colosales al fin uno frente al otro, separados por el ancho de una mesa mientras el mundo discurría más allá, en otro tiempo, con otro ritmo. En aquella pausa de un período cómplice, Dubinet contemplaba al autor de la tragedia sangrienta que había levantado el telón la noche del 14 de mayo, pero que hundía sus raíces mucho más atrás. Allí, en un rostro que a pesar de la treintena de años mantenía atrapado el candor de la adolescencia, enmarcado por bucles de un cabello castaño profundo, con esos rasgos delicados, angelicales, se escondía el ser que disparara su arma sin misericordia, para entregar al pequeño Oliverio a los brazos de la muerte. Dubinet, atado a una calma sobrehumana imaginaba la escena con exactitud. El disparo en la frente al muchachito que sentado en el sillón de dos cuerpos de su propia casa aceptaba con valentía aquella sentencia inapelable. Eran aquellas manos, sí, y eran esos labios los que habían ordenado la muerte del oficial en el coche, era él quien planeara y ejecutara la muerte de la abuela y de Alcira, eran esos dedos delicados los que habían estrangulado y luego encendido el fósforo que convocara al incendio. ¡Era él! El que mataba como otros robaban un trozo de pan, del que nadie se atrevía hablar, el amo. Así lo había llamado Domingo antes de encontrar su fin en la rama de un sauce y al hacerlo su rostro había temblado con el solo recuerdo de una sombra vaga e innominada. Pero tenía un nombre y Basilio Dubinet lo había escuchado con claridad: Rodrigo de Valmorás. El demonio al fin obtenía un apelativo y estaba ahí mismo observándolo con ojos a los que la sangre no había podido quitar el color azul de una intensidad singular y entreabría los labios en los que se dibujaba una sonrisa honesta. Iba a hablarle, a dirigirle la palabra por primera vez a él, al adversario fiel que lo había perseguido hasta ese segundo exacto.
-Touché. –le dijo con un delicado acento sureño en una voz bien timbrada y lo invitó a tomar asiento.
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