La laguna casi inaccesible del atolón de Aldabra, ubicada en el océano Índico, es patrimonio mundial de la humanidad de acuerdo con la Unesco, y hogar de una colección de plantas y animales única, que incluye a más de 100.000 tortugas gigantes.
Por el lapso de tres horas, el avión que le lleva suministros a la isla vuela sobre las aparentemente vacías explanadas azules del océano Índico.
En la Isla de Asunción, existe una pista de aterrizaje desde dónde nos trasladamos a una moto acuática para cruzar hacia Aldabra.
"Los visitantes son infrecuentes… la actividad de los piratas somalíes ha transformado el mercado en casi nulo".
Lindsay Chong Seng, director de ciencias para las Fundación de las islas Seychelles, es mi guía en este viaje, y luego de una hora de trayecto por el cristalino mar, me señala una larga y baja extensión de accidentada línea costera.
Es la Isla Sur, la mayor de cuatro islas principales que rodean la gran laguna central.
La laguna no es profunda; es un lugar rodeado de corrientes estrepitosas y vastos llanos de arena, y es de tal tamaño que todo Manhattan podría entrar dentro de ella, dos veces.
Al bajarme de la embarcación y entrar en aguas tan claras como ginebra que llegan a la rodilla, veo que no estoy solo.
Decenas de tiburones punta negra merodean en la orilla, y junto a ellos hay también tiburones limón, claramente de mayor tamaño, cada uno supera los dos metros de largo.
El chapoteo de nuestros pies repica, según me lo mencionan, de manera similar al ruido que lo hace los peces cuando están heridos y, debido a ello, los tiburones vienen a investigar.
Cuando llegan lo suficientemente cerca como para darse cuenta que soy un ser humano, se alejan disparados como dardos, asustadizos y alarmados, y sus pálidas aletas dorsales sobresaliendo en el agua crean la misma imagen que saldría en un dibujo animado para mostrar "aguas infestadas de tiburones".
Aquí en la isla no hay hoteles, aunque el costo de administrarla y suministrar personal significa que la idea es a veces propuesta.
Los visitantes son infrecuentes, sólo algunos yates. Hasta el año pasado había ocasionales pequeños cruceros, pero la actividad de los piratas somalíes ha tornado el mercado en casi nulo.
En efecto, meses atrás una serie de piratas arribaron en la playa tras haberse quedado sin comida y agua.
Con la ayuda de rifles que los guardaparques utilizan para cazar cabras salvajes, los piratas fueron arrestados, encerrados en un depósito y enviados a la capital, Victoria.
Fuera de un pequeño recinto de investigación, la administradora de la isla, la doctora Nancy Bunbury, me presenta a la primera de las tortugas gigantes.
"Por favor no la alimente -me advierte- o lo seguirá hasta el interior del comedor. Y si no quiere irse, es un problema."
Las tortugas, alguna vez perseguidas por su carne y exportadas a las islas habitadas, pueden llegar a superar los 300 kilos de peso. Estiradas sobre sus cuatro patas su cabeza alcanza fácilmente a mi cintura.
Lindsay Chong Seng explica que comerían cualquier cosa, incluyendo a otras tortugas muertas, cualquier vegetación a la que puedan acceder y, curiosamente, un tipo de alga que ellas parecen cultivar al dejar sus excrementos en los piletones de aguas estancadas.
Además de tortugas hambrientas, la breñosa vegetación de Aldabra también tiene que resistir a rociadas de sal, delgado suelo y ciclones.
Un tipo de hierba endémica hasta ha evolucionado de manera que sus flores-espinas se crecen hacia abajo para que los reptiles no las coman cuando están pastando.
Con al menos 100,000 tortugas gigantes - 10 veces más que con lo que cuenta Galápagos-, Aldabra es valorada por los biólogos por ser un ecosistema dominado por los reptiles, algo que no ha sido visto en ningún otro lugar del mundo desde el tiempo de los dinosaurios.
El aislamiento hace de la vida salvaje de Aldabra mucho más audaz.
Los chotacabras de Aldabra hacen sus nidos en el suelo y sin ningún temor me permiten tenderme justo al lado de ellos con mi cámara.
Una pequeña y elegante ave, con grandes pies y rojizo plumaje acecha la maleza. Lindsay se refiere a ella como rascón de garganta blanca (Rascón de Cuvier), la última ave no voladora del océano Índico.
Un día veo que cuando un rascón descubre a un bebé de tortuga gigante -más pequeño que mi palma- e intenta picotearlo. La tortuga bebé hace lo que las tortugas suelen hacer en estos casos: se resguarda dentro de su caparazón hasta que el rascón pierde interés.
Necesitará evitar no sólo a los rascones, sino también a las dos especies de cangrejos de tierra que viven en Aldabra; incluyendo al cangrejo de los cocoteros, con una apertura total de más de un metro y un peso de más de cuatro kilos y medio.
A la noche, los cangrejos invaden mi alojamiento, lo que me lleva a aprender a cargar una antorcha conmigo.
En excursiones a la laguna y a lo largo de la costa poblada de manglares, veo fragatas, chorlitos cangrejeros, garcetas dimórfica, garcitas azuladas y muchos más tiburones.
En el momento de estoa de marea, es difícil distinguir entre mar abierto y la laguna.
Siento como si estuviera en otro mundo, un lugar en le que se ha dejado que la naturaleza tome su propio curso.
El agua brilla, la arena es tan blanca como las nubes que están en el cielo y el bosque cruje cuando cangrejos y tortugas patrullan.
Seychelles protege al atolón de Aldabra, subsidiando a la base de guardaparques e instalaciones científicas con los ingresos del Vallée de Mai -otro sitio catalogado por la Unesco como Patrimonio Mundial, ubicado en la isla de Praslun-, al cual los turistas sí tienen fácil acceso.
Es ahí, en el Vallée de Mai, donde crece el coco doble, único en el mundo, llamado coco-de-mer: el árbol que produce la mayor semilla del reino vegetal.
Y aunque probablemente no lo sepan, esos viajeros que visitan el Vallée de Mai están pagando para mantener a Aldabra libre de visitantes y como un refugio que mantiene a salvo a una particular colección de plantas y animales que muy pocas personas tendrán la oportunidad de ver jamás.
Por Tim Ecott, para la BBC
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