El ocaso del segundo día de junio, un viento gris se encapsulaba en la calle Rivadavia y partía veloz buscando las montañas. Corría furtivo como si fuera un torrente acarreando la humedad de una pronta lluvia y la arenisca que por momentos se confundía con una niebla espesa.
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El ocaso del segundo día de junio, un viento gris se encapsulaba en la calle Rivadavia y partía veloz buscando las montañas. Corría furtivo como si fuera un torrente acarreando la humedad de una pronta lluvia y la arenisca que por momentos se confundía con una niebla espesa. Eduviges Ferrás se ajustó el sombrero y caminó con la cabeza gacha. Aquella tarde sus sobrinos habían demorado su regreso y ahora que la penumbra lo iba envolviendo todo, se reclamaba el no haber partido antes. En otras ocasiones había hecho el mismo camino, incluso de noche, pero ese 2 de Junio la calle le pareció especialmente solitaria y mustia. Las fachadas de las casas estaban impregnadas de un gris profundo y sus puertas, hojas simples, hojas pesadas y dobles, de madera, de hierro, incrustadas en bronce, labradas, talladas, todas ellas se le antojaron más extrañas que de costumbre. Caminaba a su sentir por otra ciudad, una que no le era familiar aunque reconociera las fachadas y los árboles. Apuró el paso. No había nadie más sino ella y los naranjos. La distancia le pareció interminable, la oscuridad le ganaba a sus pasos cortos y sordos. Un coche de dos caballos la pasó con sus ventanas negras llevándose en su traqueteo las últimas hilachas de luz. No vio más a nadie, en aquella larga calle arbolada ni una sola alma a excepción de ella misma. Eduviges no era una mujer a quien las sombras o la soledad la acobardaran. Quien vive sola pronto se acostumbra a reconocer en el silencio y la quietud más amigos que adversarios. Sin embargo ese crepúsculo un sentimiento inquieto e indefinible le recorría la piel toda.
Miró el cielo preñado de nubes. La lluvia no tardaría en presentarse, quizás con la mañana. Por alguna razón que no supo explicar, como no podía explicar aquella soledad reinante en su camino de retorno, recordó la noche del 14 de mayo y su llovizna. Oliverio Puebla, el joven de cabello largo que tantas tardes le había hecho compañía, aquel que en esa ocasión, quizás recorriendo el mismo camino, había regresado a su casa para morir. Lo había estado recordando todo el día. En realidad lo evocaba a menudo y se preguntaba silenciosa la razón por la cual, ni los periódicos, ni la policía ni nadie, buscaban a su asesino. Un 14 de mayo alguien le había quitado la vida justo en la casa contigua. Era extraño que hasta ese instante nunca indagara en su memoria algo que pudiese ayudar en el esclarecimiento del misterio. Era sorprendente que no hubiese escuchado la detonación del arma, estando tan cerca, aún cuando las paredes de las casas fuesen robustas. En el silencio de la noche ella debería haber oído algo. Como un golpe. ¡Eso era! Un golpe seco. Recién en ese momento la memoria se lo traía sonoro y preciso. Había pensado que era parte de un sueño. Ella soñaba con regularidad y como tampoco era una mujer temerosa, se había vuelto a dormir. Se entregó nuevamente al sueño mientras el pobre chico moría a distancia de unos pocos ladrillos. Esa era la delgada línea entre la muerte y el dormir. Alguien había escrito sobre eso aunque en ese instante no recordaba quién. Su pensamiento saltaba de un lugar a otro nómade en aquella noche recién nacida, que la sorprendía caminando por una ciudad abandonada y distinta.
¡Un golpe seco! ¡Qué ingenua confundirlo con la detonación de un arma! Se lo debería haber dicho al comisario inspector, ese viejo grave que la había interrogado un par de veces. Por ahí escuchó que había renunciado a la policía. Era una pena, los mejores siempre renuncian. Se lo había dicho a alguien, en ese momento no recordaba a quien. Para esa hora parecía como si la memoria le fuese esquiva. A Teresa quizás, la buena Teresa que ahora la visitaba una vez a la semana para ayudarla con la limpieza de la casa. Con ella recordaba a menudo al muchachito. Oliverio Puebla, un poco filósofo, un poco amigo, un poco jovencito de aire triste. Tan solitario como ella. Destino de quien no pertenece a un lugar.
A lo lejos reconoció una silueta embozada en un largo sobretodo con capa. Caminaba por la acera contraria en dirección opuesta. Los naranjos y sus ramas lo volvían cada tanto invisible, lo tragaban como bocas y lo escupían de nuevo. Una llovizna suave comenzó a mojarle el rostro. Era una suerte que siendo una mujer precavida llevase el paraguas a mano. Los naranjos le devolvieron al hombre a unos metros, justo cuando abría su sombrilla. En aquella mansa soledad solo ellos dos parecían estar sólos. Si fuesen los dos únicos habitantes de aquel lugar era casi irrisorio que no se conociesen. ¿Por qué razón pensaba eso en aquel momento? Aquella orfandad era circunstancial, pronto, quizás mañana, una cantidad de peatones estarían transitando la calle Rivadavia. Pero el pensamiento persistía, si fuese así, si ella y aquel hombre fuesen lo únicos, era incomprensible que no se hubiesen visto antes. Debería, aunque más no fuese una vez, haberse cruzado con ese mismo sobretodo, aquel sombrero de copas, aquellos ojos brillantes. En una ciudad habitada sólo por dos personas en algún momento deberían…
Pero claro que lo he visto, se dijo de repente, en la casa de Oliverio. Se presentaba cada tanto, en horas vacías como esta, en la puerta del número 238 del pasaje Bertrés, no importa si a la mañana o a la tarde. Y se quedaba ahí, nunca pasaba. Lo había espiado un par de veces muy escondida detrás del visillo. Su curiosidad tenía raíces en el aburrimiento, no gustaba escrutar para luego hablar de ellos con otros. En ese segundo justo en que su paraguas la volvía invisible, reconocía al tío. Eso decía Teresa, que era un tío, el que le dejaba el sobre. Y ahora caminaba en ese desierto con ella, tan cerca del lugar donde su sobrino había muerto. Si fueran los dos únicos se tendrían que haber cruzado más de un par de veces, era lo legítimo. Incluso con la cada vez mayor cantidad de personas que poblaban la ciudad lo debería haber…
¡En el hotel Palace! Lo había visto más de una vez, cuando iba con su hermana a tomar un té y había albergado la idea de que ese hombre vivía ahí, en el hotel.
Hay que tener mucho dinero para vivir en un lugar así, le había dicho su hermana con referencia a ese hombre desconocido en aquel entonces y que ahora adquiría una connotación tan cercana a lo familiar. Sonrió una ráfaga, feliz por su descubrimiento, una ráfaga tan sólo pues una inquietud insólita se le filtró de repente. Tuvo el deseo de apurar el paso, de correr todo lo que las piernas o la edad le permitiesen, pero los años acudieron a ella sabios para esconderla tras el paraguas y obligarla a caminar como si nada sucediese. Recién cuando llegó a su casa en el pasaje Bertrés y la llovizna crecía en fuerzas, luego de haber dado la doble vuelta de llaves, apoyó la espalda en la puerta y exhaló un suspiro de alivio. Se tomó todavía unos minutos, sin quitarse el abrigo encendiendo la mínima porción de luz, fue hasta su escritorio y buscó el papel manuscrito entre tantos otros papeles, lo buscó primero con vehemencia luego con apasionada desesperación. Buscó hasta que dio con él y ya en las manos lo apretó con los dedos como si de ello dependiera su tranquilidad. Lo contuvo entre los dedos agudos y flacos mientras un nombre escapaba a medias escrito en tinta negra con una pluma delicada: Basilio Dubinet.
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