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10/12/2010 - Capítulo veintiseis de este interesante policial

"Las dos muertes de Oliverio Puebla", de Montilla Santillán

Negro sobre negro, las salientes agudas de los mausoleos sobresalían bordeando el denso manto de la opacidad.

Para seguir la novela ingrese a http://guillermomontilla.wordpress.com

El hombre de gris

IV

Negro sobre negro, las salientes agudas de los mausoleos sobresalían bordeando el denso manto de la opacidad. Escoltando las estrechas callejuelas por sobre las construcciones se adivinaban alas pétreas y manos que señalaban el firmamento, con dedos que un tiempo sin registro había vuelto romos y rostros, rostros sin ojos, rostros a los que la noche, o las eras, o quien sabe qué cosa, robaran la calma raíz de sus miradas para trocarlas en abismos donde la oscuridad que todo lo envolvía parecía colarse. O quizás era de otro modo, quizás desde esas cavidades se derramaba el negro que lo teñía todo: piedra, flores, hombres y firmamento. Por allí caminaron cuidando los pasos entre los diminutos riachuelos que viboreaban en la tierra, atravesando callejuelas en un espacio que ese anochecer, parecía no pertenecerle a ellos sino a los otros, a los silentes habitantes de aquellas criptas que asomaban sus rostros invisibles detrás de los visillos, o de las tejas, o de las lápidas.

Dubinet aferraba el bastón como un espada seguido a distancia escasa por Hernández que combatía el frío y el miedo con igual esfuerzo. El firmamento crujía y se retorcía en truenos ensordeciendo los débiles sonidos de las gotas sobre la piedra, el lodo y sobre los pasos que para ese momento eran simples y sordas oscilaciones. Tratar de escuchar con el fin de encontrarlo era en vano, intentar descifrar sus huellas en la tierra fangosa sin una luz que los asistiera, igual de inútil. Pero de repente el gris del abrigo se dejó ver tan claro como si brillara, sobre aquel universo azabache despuntaba como si tuviese luz propia. Se lanzaron a la carrera, atravesando sin mayores recaudos las callejuelas que el cementerio ajustaba a su paso, estrechas y olvidadas, sibilantes de palabras que ya nadie escuchaba pero que añoraban hacerse oír. Aquel territorio no pertenecía a La Muerte, no, a ella le correspondía caminar por el mismo sitio donde caminan los vivos, por las mismas tabernas y los exactos caminos, aquellas criptas y mausoleos no le interesaban, pertenecían en todo caso a otras deidades, eran otros quienes tenían imperio sobre los que ya había besado.

Doblaron en una vereda ancha, la cola del abrigo flameaba con el viento como una larga capa y se demoraba en las curvas recordando la cola de algún reptil que les ganaba terreno. Al fin desembocaron en un espacio amplio donde se elevaba un panteón inmenso. Nada había ya sino un ángel de piedra extendiendo sus alas y sus manos hacia las alturas sobre un pórtico de dos hojas vidriadas, selladas por un cortinaje pesado y carmesí. Para ese entonces la vista se había acostumbrado bien a las sombras y les permitía observar con precisión el paisaje.

-¡Lo perdimos, jefe!

Desde lejos les llegó la voz de Dosantos.

¿Está bien, jefe?

-¿Estás en la entrada?

-Sí

-No te muevas de ahí. ¿Estás armado?

-Así es

-Guarda esa puerta y no dejes que nadie salga

Las voces apenas se dejaban oír por la lluvia.

-¿Ramírez está contigo?

-Conmigo, jefe

-Que venga con una lámpara

Dubinet permanecía estático de pie frente al panteón observando la efigie del ángel. Pronto una lámpara llegó sostenida por la mano firme de Ramírez para dar luz a los meandros que el mármol había esculpido en aquella fastuosa construcción, a las aristas afiladas de una cruz en la que el bronce se adhería con la tenacidad del musgo y a las letras talladas sobre la roca donde se dejaba leer con frescura:

Familia D´Elissalde

Pero era el rostro del ángel el que arrestaba las miradas de todos, un rostro bello sin ojos donde una sonrisa a flor de labios contrastaba con la fatal profundidad de sus cuencas, unos rasgos andróginos y suaves en disonancia con el peto sobre su torso atlético. Un guerrero antiguo eso era y al mismo tiempo un querubín. Feroz y suave los observaba desde lo alto con la intención de lanzarse sobre ellos en el momento menos esperado. Quizás era por esa razón que Dubinet sostenía el bastón a manera de sable.

-Lo perdimos, jefe –repitió Hernández quizás con la intención de que el jefe lo contradijera. Pero no escuchó respuesta. Bajo la lluvia copiosa, empapados y cuidando el respiro los tres observaban la cripta.

-Vamos –dijo finalmente Dubinet.

-Si montamos guardia en la puerta puedo llamar a Aguijedo para que traiga más hombres

-Lo perdimos –sentenció Dubinet en voz alta para ganarle a la tormenta con un dejo de dramatismo que Hernández había escuchado en otra ocasión ya hacía tiempo. No discutió, el jefe sabía y él, como un perro leal, caminó a distancia de un cuerpo desandando el terreno hacia la salida sin un reproche.

En el pórtico Dosantos se adivinaba debajo de un paraguas más por la vestimenta que por otra cosa.

-Déjate ver hombre, –bromeó Ramírez- o pensaré que eres otro

Dubinet sonrió primero y luego dejó que una risa humilde le ganara la voz.

-Vamos, trae el coche

Gervasio los alcanzó todavía montado.

-Lo perdí en la enramada. Su montura era más rápida ¿Y usted?

Basilio movió la cabeza de izquierda a derecha como toda respuesta.

-Así que se nos escurren una vez más. ¡Malditos! Siempre adelante o como sombra pisándonos los talones

El viejo subió al coche y se acomodó dueño de una calma contagiosa.

-Así es

A unos pasos Lauro estrujaba un abrigo para quitarle el agua.

-Pero está ahí –dijo Hernández señalando el cementerio- No creo que haya saltado el muro del otro lado

-Está ahí. –concluyó Dubinet- y dejaremos que ahí se quede

-¿Cómo?

-Hasta ahora no hemos podido dar ni un solo paso sin que nos pise los talones y se adelante cuando quiera. Ni una sola vez.

Gervasio observaba en silencio tratando de seguir el razonamiento del viejo.

-Y por más empeño que hemos puesto en ganarle siempre ha sido más veloz.

-¿Entonces?

-¿Entonces, Hernández? Dejaremos que siga haciendo lo que ha hecho hasta este momento

-¿Cómo?

-¿Qué cordura hay en eso, jefe? –preguntó el mellizo Dosantos y recordó la ausencia de su hermano en un escalofrío.

-Saber que alguien nos sigue a sol y a sombra es seguirlo también, muchacho. Vamos a casa y busquemos un poco de calor al fuego. Ya les explicaré todo. Ya se los explicaré en un lugar donde las voces no se filtren

Basilio Dubinet  bajó el ala de su sombrero para que el agua corriera y apoyó la espalda cómodamente en el respaldo del coche con una sonrisa idéntica a la del ángel de piedra.

 


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