Para esa hora la luna, curiosa, ya había asomado su cara sobre el pescante del horizonte. -Muchacho ven –dijo de repente Basilio Dubinet sin volverse al testigo- ¿Cuántos billetes encontraste en el suelo cuando diste con el cuerpo? -¿Patrón? –expresó el joven con un sesgo de temor ganándole la garganta.
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III
Para esa hora la luna, curiosa, ya había asomado su cara sobre el pescante del horizonte.
-Muchacho ven –dijo de repente Basilio Dubinet sin volverse al testigo- ¿Cuántos billetes encontraste en el suelo cuando diste con el cuerpo?
-¿Patrón? –expresó el joven con un sesgo de temor ganándole la garganta.
El viejo no dijo nada y esperó paciente la respuesta de espaldas a él.
-No tuve tiempo de contarlos, patrón. Pero le juro que yo…
-Muéstramelas
La frase lo desconcertó en un primer momento pero no dejó que eso le restara velocidad a la acción. Vació sus bolsillos con manos temblorosas mientras aducía:
-Estaban en el suelo, patrón. Se lo juro. Los vi ahí y pensé que el pobre ya no los necesitaría por eso yo… aquí están patrón
-Veamos. Veintiséis. Con los cuatro que encontrarán por ahí –dijo señalando sin mirar con la punta del bastón- suman treinta. Pobre Domingo –agregó luego sin emoción alguna- Alguien quiso esta noche llamarte Judas
-¿Qué habla, Dubinet? –inquirió el fiscal intentando en vano comprender las palabras del viejo.
-Treinta denarios –concluyó Gervasio y se retiró la capa de los hombros con un amplio gesto más cercano a lo trágico que a otra cosa, mientras recogía el dinero restante.
-¿Por qué un pobre diablo, como usted le llama, decidiría suicidarse el día que el destino le regala bolsillos llenos con billetes?
-Bueno… yo…
-¿Y justamente a aquel pobrezuelo que atestiguó en contra de Santiago Ávalos hace una noche?
-¡Por Dios que es él! –exclamó Aguijedo- Ya decía yo que había visto ese rostro en otro lugar. Acérqueme esa lámpara oficial. ¡Por vida mía que es él! Así que el dinero según usted y su apreciación de los hechos es un pago por atestiguar en contra de Ávalos.
-No
-¿No? ¿Pero qué otra posibilidad podría caber?
-La correcta. El dinero que separé ahí –continuó Dubinet señalando con el bastón- se lo di yo a cambio de cierta información y no sin antes recomendarle que se fuera pronto. Consejo que el pobre Domingo no quiso seguir. –Por vez primera en tantas la voz del viejo perdió su natural parquedad y se impregnó de un tenue inflexión de tristeza- Faltan los billetes que se necesitan para la caja de cigarrillos y asumo, una generosa botella de vino. El pobre Domingo bebió en lo de Gálvez, o en alguna otra taberna, no dudo que el señor comisario podrá establecer en cual y luego emprendió el camino largo y se desvió en el cañaveral hasta aquí para encontrarse con el asesino.
-¿Usted cree que el muchacho tenía tratos con Ávalos?
-No
-Pero usted dice que…
-Y usted asume que Ávalos es el asesino, señor comisario. No voy a detenerme en una vana discusión sobre estos hechos ahora. En este sitio lo esperaban tres personas. Las huellas claras de las pisadas que sobreviven al derrotero de sus subalternos lo prueban: dos hombres con botas y uno con alpargatas. Este último se mantuvo la mayor parte del tiempo detrás del sauce, fuera del alcance de la vista del muchacho, fumando un cigarrillo de chala cuyos restos todavía pueden verse en el lugar. De los otros dos, uno de ellos también fumaba: un cigarrillo de origen francés cuyo pitillo puede verse ahí mismo, –dijo indicándolo con la punta del bastón- el cual coincide con el que descubrí en los alrededores de la casa de Alcira la noche…
El pequeño Lauro apareció de repente escupido por las sombras y fue sin demoras hacia Dubinet. Jadeaba todavía cuando le acercó unas palabras al oído. El viejo movió la cabeza, se tomó una pausa y continuó:
-Los hechos posteriores son de fácil deducción. El tercer hombre escondido detrás del sauce lo enlazó por el cuello, lanzó la cuerda sobre la rama del árbol y jaló hasta darle muerte. Podrá usted reconocer el modo en que la cuerda lastimó la madera en varios sitios, dejando profundos surcos, prueba que descarta irremediablemente su teoría del suicidio. Las huellas del tercer hombre son sin dudas del otro testigo, cómplice de este pobre diablo, como ustedes lo llaman, que se mantiene con vida momentáneamente, aunque no dudo que pronto seguirá el camino de su predecesor. Este asesino no gusta dejar cabos sueltos y este hombre lo es. Muerto Domingo, dos de ellos, los que calzan botas caminaron de regreso hasta sus monturas que los aguardaban a unos doscientos metros de aquí, según me confirma Lauro. El otro se perdió en los cañaverales.
-¿El motivo de la muerte? –preguntó el comisario.
-La traición. –respondió Gervasio que era pare ese entonces sólo una voz.
Una ráfaga de viento dulce los golpeó de repente y se hundió en los cañaverales que corearon en hojas su llegada. Un silencio corto le precedió repentino, el tiempo en que las cigarras retomaron su canto.
-El viento anuncia lluvia. –mencionó Lauro escupiendo sobre el suelo polvoriento.
-¡Sargento! Vea que pueden sacar de las huellas de los caballos que encontró el mocoso.
-A la orden
-Y ustedes levanten ese cuerpo y cárguenlo en la carreta. Si hay algo más que hacer, debe hacerse antes de la lluvia
Cubrieron el cuerpo con un poncho al que las sombras le prestaron su negrura. Lo cargaron sin mucho homenaje sobre una angarilla improvisada y lo llevaron hacia un furgón que para esa hora nadie supo ver. Dubinet lo despidió sombrero en mano mientras el viento se enfriaba en remolinos levantando el polvo del suelo y sacudiendo la pesada copa del sauce. Hacia el sur las nubes descendían lentas sobre los picos de las montañas y esquivaban las aristas de la luna.
-Vamos. –dijo finalmente el viejo- No queda mucho ya por hacer aquí
IV
El carruaje atravesaba decidido el camino ancho que regresaba al Chalet de Gervasio De Alba. La brisa les acercaba ya las primeras gotas de agua y la luna se escapaba obstinada entre los tropeles de nubes. Nadie hasta ese momento había pronunciado palabra, ni el joven de larga cabellera embozado en su capa, ni Hernández libreta en mano, ni los otros dos, que oteaban el firmamento espeso, envueltos en un bosque de dudas. Habían partido tan de repente que parecía que una parte del tiempo se les había quedado perdida en la memoria. Quizás por esa razón los sorprendió que Lauro les hiciese señas, adelante en el sendero, montando el tordillo.
-Tal como dijo, patrón –mencionó el pequeño a media voz inclinándose desde el caballo al coche.
-¿Y estás seguro que es él?
-Robusto y con una cicatriz en la quijada. Estoy seguro, patrón
-Llévanos
-Ramírez, –expresó a media voz Gervasio como si comprendiese todo sin mayor explicación- sigue al tordillo sin hacer demasiado ruido
Una avenida de álamos los descubrió en una curva sitiando el monte hacia ambos lados en el instante mismo en que las primeras y pesadas gotas llegaron como heraldo de la tormenta. Una luz azulina cortó el firmamento de sur a norte y estalló con un sonido ronco a la lejanía.
-Allá –expresó en voz baja Gervasio señalando una mancha difusa a la distancia.
Eran dos sombras apenas reconocibles en la oscuridad de no ser por la luz del rayo que los expuso de repente. Uno montaba a caballo, el otro en cambio estaba a pie. No demoraron en percatarse de que habían sido descubiertos y sin perder un instante se lanzaron a la fuga. El caballo arremetió la alameda que pronto perdía su hilera derecha en favor de una acequia caudalosa mientras el sujeto de a pie corría en busca del monte. Gervasio se incorporó en el carruaje y desde allí con agilidad saltó al tordillo al mismo tiempo que desmontaba al pequeño y lo dejaba en el coche.
-¡De prisa! -Gritó Hernández.
El tordillo galopaba el camino enarbolado. Y era aquello, esa imagen, un cuadro maravilloso y dramático. La larga capa de Gervasio flameando al viento en persecución de un fugitivo que se transformaba por momentos en un punto gris, el carruaje de dos caballos unos metros detrás fustigado por la voz y el látigo del imponente Ramírez y el resplandor eléctrico culebreando el firmamento, ya sobre el cielo fosco, ya escondido entre los nubarrones.
-¡Es por ahí!
Apenas pudo el coche detener un poco la velocidad para que Dubinet y Hernández bajaran con rapidez para perderse en una senda despejada que se alejaba hacia la izquierda y ascendía imperceptiblemente en el monte.
-Sigue al otro. –ordenó Dubinet a Ramírez y se perdió en el sendero.
Un destello azul descargó un sonido metálico en lo alto y un fulgor de plata rompió seco en el tronco de un algarrobo. La montura a la distancia abría fuego sobre Gervasio mientras trataba de ganar distancia. El cielo arremetió feroz en forma de lluvia y la tierra que los cascos de los caballos levantaban a su paso se enrareció hasta volverse una masa espesa y rojiza por el que viboreaban diminutos riachuelos. Un nuevo fogonazo estalló para herir la densa cortina de agua. Gervasio espoleó al tordillo mientras sacaba un revólver pequeño del bolsillo interno del frac.
-¡Disparos! –exclamó Hernández sin detener la carrera- La cosa se pone que arde, jefe –hablaba sin volverse con la confianza de que el viejo le seguía de cerca los pasos. Las ramas de los árboles hacían por rato de techumbre a la tormenta mientras transitaban a tientas el sendero.
-Alto –ordenó seco Dubinet.
El agua retumbaba sonora sin dejar espacio a otros sonidos que los propios. Dubinet había ordenado detenerse pero no parecía cansado. Observó un momento el entorno y agregó repentinamente:
-Tú arma, Hernández…
Fue todo lo que alcanzó a decir. Una sombra gruesa derribó a Hernández justo en el momento en que este buscaba su revólver y lo dejó tendido en el piso. Había surgido de la espesura como un animal salvaje y una vez hubo embestido, emprendió la huída a toda carrera recuperando la huella que ascendía cada vez más perceptiblemente hacia adelante. Dubinet reconoció en esa forma al asesino de Domingo. No demoró en perseguirlo. A poca distancia su ayudante volvía a ponerse de pie y retomaba la carrera. El eco de un tercer disparo le ganó en velocidad al trueno.
La senda se ensanchaba de repente y desgajaba en un amplio portal de piedra cerrado a medias por unas rejas de hierro oxidado. Un muro de piedra alto se extendía hacia uno y otro lado cubierto por la maleza que se incrustaba feroz entre las grietas de sus ladrillos.
-Un cementerio, jefe. –dijo Hernández deteniéndose en seco frente a la reja que les cerraba el paso.
-¿Tienes tu arma contigo?
-Sí
-Vamos. –ordenó y atravesó la reja con paso decido mientras el cielo estallaba feroz en una larga lanza azul.
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