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19/11/2010 - Capítulo veintitres de este interesante policial

"Las dos muertes de Oliverio Puebla", de Montilla Santillán

Un viento húmedo arrastraba con esfuerzo la hojarasca la tarde del primero de Junio. Un silencio triste se hacía escuchar con estrepito y viajaba por las altas arboledas del camino que remontaba el sur.

Para seguir la novela ingrese a http://guillermomontilla.wordpress.com

El hombre de gris

I

Un viento húmedo arrastraba con esfuerzo la hojarasca la tarde del primero de Junio. Un silencio triste se hacía escuchar con estrepito y viajaba por las altas arboledas del camino que remontaba el sur. El muchacho de mirada cansina anduvo un trecho largo por él mientras jugaba sin mucho entusiasmo con un largo pedazo de tiento. Lo anudaba en los dedos de una y otra mano y luego lo estiraba con fuerza hasta que cedía con un ruido seco por el punto más débil. Hacía esto sin prestarle atención, sus dedos se enrollaban en el tiento casi por sí mismos y sus manos tiraban con fuerza hasta que el ruido anunciaba la división. Se detuvo un par de veces más por instinto que por otra cosa y luego súbitamente se perdió por una senda colateral que se incrustaba entre los cañaverales. Había dormido poco pero aquello no tenía demasiada importancia, el desvelo, esa jornada, tenía su recompensa y eso le dibujaba una sonrisa en los labios. Allí en medio de los penachos de la caña de azúcar se permitió una marcha más lenta y el placer de un cigarrillo. El pasaje era angosto y se entregaba recto hacia el sur. Lo transitó todo, sin prisa, hasta que la huella lo depositó en una arboleda de copas altas. En otra circunstancia el silencio lo hubiera advertido del peligro, pero aquel día el cansancio y la alegría le hicieron olvidar el discernimiento. En aquel espacio amplio de árboles y grama dos hombres lo aguardaban a una imprudente distancia. El muchacho no se detuvo, si una cavilación en forma de ráfaga le sugirió volver, la osadía que acompaña la veintena de años lo alentó a seguir adelante.

-Tú eres Domingo. –dijo uno de ellos embozado en un largo sobretodo gris con la escasa amabilidad que le permitía un delicado acento sureño.

Su presencia le producía una inquietud desconocida.

-Soy yo, patrón

Nunca le había gustado ese nombre. Tenía color de jornada triste, de religión naciente.

-¿Y el otro?

El muchacho de mirada cansina se encogió de hombros. Poco sabía del otro sino que habían compartido, por casualidad, la fortuna de un buen negocio. La noche anterior el sujeto corpulento de la cicatriz les había dicho sin muchos preámbulos:

-¿Quieren ganarse una buena propina?

Ahora que lo recordaba, sus últimas horas habían estado colmadas de buenas propinas.

-¿Qué hay que hacer? –le había dicho suspicaz.

Y el asunto en sí mismo era simple. Señalar a un pobre diablo como responsable de un incendio. No tuvo demasiados conflictos morales, el hambre adormece muchas cosas y finalmente se consoló imaginando que ese pobre diablo por la misma cantidad de billetes, hubiese hecho lo mismo con él.

-Lo haré

-Aquí tienes la mitad. Te daré la otra cuando esté hecho

Y lo hizo. Ahora frente al sobretodo gris un recuerdo amargo le descomponía el aliento. Si hubiese sabido que el fuego escondería la muerte. La muerte era otra cosa, era más fuerte que el hambre, más poderosa. Allí en ese vasto territorio que el demonio y su jauría habían reclamado hace tiempo como su feudo, la muerte no se tomaba a la ligera. Sus dedos enrollaron el tiento y este se cortó al primer tirón. El cuero ya no resistía sus embates.

-Usted me prometió la mitad cuando…

-Así es

El otro no hablaba. Detrás del sombrero sus ojos eran dos soles azules que quemaban como el fuego, como las llamas que de algún modo él mismo había alimentado. Cuando el hambre deja de hacerse sentir, el estómago regurgita feroz en la conciencia.

-Aquí están tus treinta denarios. –le habló por fin suavemente y aunque no supo a qué se refería tuvo un deseo repentino de escapar de ese lugar. Se llevó la mano al bolsillo derecho y lo acarició. Ahí estaba el fajo de dinero que le había dado el otro hombre, el tal Dubinet de mirada profunda cuando lo encontró en un camino cualquiera, con las primeras luces del amanecer. El alcohol que le navegaba las venas le había aflojado la lengua y esa mañana confesó al extraño:

-No sé quien me pagó, patrón. Puedo describírselo pero nada más

El hambre no suele hacer preguntas. Eso le habría gustado decirle, pero no pudo. En cambio como un niño rompió en llanto. Una vez la abuela lo ayudó cuando el espasmo le ganaba a la vida. Y ahora la abuela estaba muerta y él sentía que de algún modo la había matado y a Alcira y al niño.

-Por ahí escuché que le llamaban López. Me dio dinero, la mitad. La mitad por una mentira. Y yo no sabía, señor. Se lo juro que no sabía.

-¿Y el otro?

-¡Ah! Cállese. ¡Cállese usted! De ese es mejor no hablar

-¿Quién es?

-Es el amo, el jefe. Nadie lo ha visto… Siempre está en las sombras… Sus órdenes llegan a través del otro

-Su nombre

-Yo no lo sé. Nadie lo sabe… Es de mala suerte… El…

-Él mata ¿no es así?

-Sí. Como otros roban un pedazo de pan. Así de fácil. No me pida que hable del otro. –El recuerdo del niño muerto lo hizo temblar- A penas si he visto su sombra

El tal Dubinet le había entregado un fajo de billetes.

-¿Esto es lo que te prometió?

-Menos. –por alguna rezón fue sincero.

-No importa. Llévatelo todo y vete lejos. Lejos de verdad. Más al sur y escóndete por un tiempo. Porque él irá por ti, te lo prometo.

La voz del viejo todavía silbaba en su cabeza cuando el otro le acercó el fajo. Lo tomó y sin contarlo lo guardó en el bolsillo de la camisa. Si por un instante esa mañana pensó en seguir el consejo, la posibilidad de ganar un dinero extra lo hizo abortar la idea. Se iría luego. Cuando recibiera la mitad prometida. Con esa cantidad podría irse incluso a la ciudad. Tensó el cordel en los dedos y este se cortó pronto, sin resistencia, como si fuera un hilo. El cuero estaba viejo y el muchacho era joven y tenía fuerza en las manos.

-¿Cómo sabemos que no hablará? –había dicho el de la cicatriz.

-No hablará. –respondió el otro con siniestra calma.

El muchacho de mirada cansina quiso decir algunas palabras pero no pudo. Un frío duro lo asfixiaba de repente y ceñía su garganta con un tirón preciso. La tierra se separó de sus pies. Volaba, ascendía como un pájaro, como un ángel, así ascendía y aquel sentimiento extraño le arrancó una mueca de asombro, porque siendo pobre no había podido mirar el mundo desde otra perspectiva que la del suelo, pero ahora, mientras ascendía a las alturas, podía observar los penachos de las cañas alejándose en hileras hacia el infinito y las copas de los álamos e incluso al hombre de gris. El sonido de la soga al rozar la madera le descubrió la verdad. Y es que ese sauce tan cerca suyo, callado y solemne prestaba su rama, -un largo brazo castaño- a la horca que ejecutaba su sentencia. Ninguno de los dos hombres de gris se movía y sin embargo el continuaba subiendo y subiendo. No necesitó demasiado tiempo para adivinar que era su socio ocasional el que jalaba la cuerda, tampoco tenía demasiado tiempo para hacerlo. Y mientras el mundo se ensombrecía a su alrededor, evocó dos cosas que lo dejaron sonreír: el consejo del tal Dubinet con el que se encontrara con las primeras luces del sol y sus dedos enlazados al tiento que había quebrado tantas veces esa tarde.

¡Qué pena! –pensó- que este largo tiento que me sujeta al abismo, no ceda tan fácilmente. Y para que las sombras no le robaran la sonrisa, se imaginó pájaro, halcón de alas esplendorosas que remontaba el cielo. Su madre que lo llamó Domingo hubiese preferido que se inventara ángel, pero a él nunca le gustó ese nombre.

 


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