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12/11/2010 - Capítulo veintidos de este interesante policial

"Las dos muertes de Oliverio Puebla", de Montilla Santillán

Su pensamiento navegaba en un remolino espeso y negro al que agitaba un haz de plata. Su pensamiento era un barquillo pequeño que aquella fosca marea tragaba y escupía a tiempos desiguales. A su alrededor las voces de los aristócratas y los funcionarios y los vecinos no eran diferentes al grito de una gaviota que intenta competir en rugido a la tempestad del océano.

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El joven de negro

Su pensamiento navegaba en un remolino espeso y negro al que agitaba un haz de plata. Su pensamiento era un barquillo pequeño que aquella fosca marea tragaba y escupía a tiempos desiguales. A su alrededor las voces de los aristócratas y los funcionarios y los vecinos no eran diferentes al grito de una gaviota que intenta competir en rugido a la tempestad del océano. Basilio Dubinet, sentado en una esquina apartada del recinto de la Honorable Sociedad para el Fomento y el Progreso, revolvía la taza de café negro con la mirada sumergida en el brebaje. Solo eso existía: el brillo metálico de la cucharilla y el espiral que la infusión dibujaba en la taza. Si la noticia había corrido feroz por cada rincón de la ciudad, si las voces habían anunciado la muerte de un niño, de una joven y una anciana llamando a una vigilia borrascosa, si ese mismo recinto se había convertido en un cuartel de operaciones, donde la fuerza pública intentaba en vano convencerse que podía poner freno pronto a la desgracia, si todo eso había ocurrido en un tiempo breve, parecía que Dubinet no lo había notado. Ausente mezclaba el café.

Varias patrullas a caballo habían partido desafiando la monstruosidad de la noche a dar caza a quien toda la evidencia señalaba como culpable de aquel crimen monstruoso. El nombre Santiago Ávalos se repetía de boca en boca con la solemnidad reprensible con la que se enuncia a un demonio. Y eso era, un espíritu de sombras, una deidad de la noche que olvidado de los lazos a los que la sangre y el amor habían unido a las víctimas, saciaba su sed de sangre en ellas y luego en un mocoso que por alguna razón, todavía no muy clara, había tenido el infortunio de habitar el momento equivocado.

Dubinet ya había bebido para ese tiempo su tercera taza de café luego de aquel ritual de espiral y plata. Si Don Alejandro, presente en aquel sitio y dueño del nombre verdadero del viejo había hecho depositar su equipaje muy cerca de su sillón, no sin antes hacerle saber la decepción que le había procurado el engaño y desterrándolo de sus propiedades, si Aguijedo había aliado su reclamo al del aristócrata, poco o nada pudieron arrancarle a esa mustia abstracción, no más que una mirada y un sonido seco: chasquido de la lengua contra los dientes.

-Habrá que volver entonces. –había mencionado en ese instante Hernández con la vista clavada en el equipaje.

Basilio Dubinet le confirió una mirada de reojo y lo que a duras penas asemejaba un encogimiento de hombros. Eso fue todo. Los otros, sentados muy cerca, mascaban como podían la ansiedad y en ocasiones la impotencia. Hernández en cambio, con la fe de un devoto, miraba al jefe, no en procura de una respuesta, sino a la espera de esa orden ceñida, de esa seña tosca a la que se había acostumbrado durante el tiempo en que ocupara el cargo público. Pero ¿qué significaba ese silencio? ¿Había el asesino abatido la moral de Dubinet? ¿En ese enfrentamiento sin cuartel había vencido inexorablemente? ¿O es que detrás de esa mente inaccesible se preparaba el contraataque?  

La noche se incrustaba concreta en el tiempo

-Vamos, seamos optimistas, señores. –decía para ese momento Aguijedo elevándose en su pedestal imaginario y levantando la voz todo lo posible para que hasta el último rincón del edificio lo escuchara- El crimen es incuestionable, irrebatible, absoluto y el móvil no nos llevará tiempo descubrirlo. Todo va bien. ¿El instrumento del crimen?

-Un cuchillo de hoja ancha.

-Un cuchillo de hoja ancha. ¡Ahí está! La pericia médica ha revelado esto sin problemas. Sin tener posesión del arma. Y a pesar de que el cuerpo de la anciana fue completamente calcinado por el fuego, nada nos hace suponer que pereciera de modo diferente que el mocoso o la joven. Y ambos cuerpos poseen la marca indeleble de esa arma. Las cosas van bien, señores. En cuanto este homicida caiga en nuestras manos seguramente daremos con el instrumento del crimen, si no es que damos con éste antes, pues es posible que presa del miedo intentara deshacerse de él en la huída. ¿El nombre del niño asesinado?

- Javier Santos. –sus asistentes no eran más que voces surgiendo de una espesura de hombres.

- ¿Y su amigo?

- Ramón Jiménez

- ¿Y qué noticias da este pequeño sobre el asesinato?

-No pudo ver al individuo…

-Llámelo por su nombre. Santiago Ávalos. Este asesino, señores tiene un nombre y nosotros lo sabemos

-No pudo verlo. La oscuridad de la noche y lo que describe como un poncho, o una capa, o algo…

-Algo con lo que intentó cubrir una identidad que ya conocemos

-El niño no vio más que una sombra. El miedo lo obligó a correr hacia el monte y…

-Perfecto. ¡Certezas! ¿Lo ven? ¡Pero es él! ¡Hay testigos! Las nimias incógnitas que este caso guarda no tardarán demasiado en ser reveladas. Ni siquiera aquí, en este inhóspito espacio de tierra, se puede escapar de la fuerza implacable, imponente, indiscutible y absoluta de la ley que…

Pero el portal de dos hojas en le esquina más exacta del edificio crujió en madera y ese sonido lúgubre y delicado, enmudeció de repente la voz del Fiscal. Recortada contra la entrada estaba la figura de un hombre que apenas superaba la treintena de años. Su sombra, que las luces del exterior proyectaban sobre la estancia, le prestaba una altura que no tenía y aún así su presencia era imponente. Y todos esos ojos ahora volcados sobre él y el silencio que imperaba atado a un breve espacio en que todo se había detenido, -todo menos el fuego chispeante en el gran hogar- conferían a aquel momento algo de teatral. El joven caminó con paso decidido, vestido con una levita amplia y oscura mientras las hojas de la puerta jugaban con su vaivén y arrojó con delicadeza una fusta labrada en plata sobre la mesa que Aguijedo había cubierto de mapas y papeles.

-¿Qué es esto, señores? ¡Qué alguien me lo explique!

Uno de los oficiales cerca del Fiscal le sopló un nombre al oído y este no supo que decir por un instante. Y tenía algo de maravilloso esa presencia, no solo por lo que había producido en el lugar, si no por sí misma. El cabello largo y lacio de un oro oscurecido por el tiempo, los ojos pardos brillantes y húmedos: dos nostálgicos soles de oliva, el rostro gentil, sincero, los modos refinados y honestos y su suave voz atenorada portadora de una voluntad en apariencia inquebrantable al tiempo que deferente.

-Una tragedia, Gervasio. –la voz de don Alejandro rompió el coloquio del silencio- y una que me atañe casi de modo personal, puesto que es uno de mi peones…

-¿Y esa culpabilidad ya sido establecida?

-Sin dudas –se apresuró Aguijedo- El asesino es indiscutiblemente Santiago Ávalos. Hay testigos que avalan esta…

-¿Y esos testigos dónde están?

-Manténgase usted tranquilo. –dijo Aguijedo tratando como podía de recuperar su autoridad- La fuerza policial ya está a cargo de todo y…

-La gente habla del demonio.

-¡Pamplinas, Gervasio! –expresó riendo don Alejandro- ¿No darás fe a los rumores del…?

-No permitiré que esta tierra se transforme en feudo de las sombras. ¡Qué el demonio y su jauría permanezcan en Santa Ana! ¡No permitiré que este sea también su coto de caza! (1)

-¡Tonterías, Gervasio!

-Esta tontería se cobró hoy tres víctimas.

-Mi buen señor mío, muy pronto daremos con Santiago Ávalos y…

- ¿Y podría explicarme usted, señor Fiscal, porqué un joven que hasta ayer se mostró generoso y honrado con su familia y con el pueblo, decidió matar a su propia gente?

-El instinto asesino puede a veces…

-¿Tiene usted un móvil?

-No… aún. Pero tengo tres testigos que aseguran haber reconocido al muchacho en el momento que incendiaba el lugar y…

-¿Quién es Basilio Dubinet?

La pregunta quedó suspendida en el aire un instante. Basilio depositó la taza de café lentamente sobre la mesa y levantó la vista hacia el muchacho.

-Soy yo.

-Este hombre, Gervasio, llegó a mi casa con nombre falso. Ha trabajado con engaños y quién sabe qué intereses… A mí, que le abrí mi casa y mí…

-Tengo entendido, señor Dubinet, que usted tiene otra visión de los hechos.

Dubinet asintió. El joven de negro no dijo una palabra a la espera de las razones.

-Tres testigos aseguran identificar al asesino.

-¡Tres! –exclamó Aguijedo.

-Y sin embargo el pequeño Ramón declara que el sujeto en cuestión estaba embozado, lo que le impidió reconocer de quien se trataba.

Se hizo un silencio incómodo y difuso. Nadie se atrevió a mencionar una sola palabra. El Fiscal se quitó las gafas y se llevó los dedos a los párpados. Las otras autoridades escaparon con la mirada y hasta el humo de los puros de la selecta aristocracia, quedó suspendido en el aire en espera de una respuesta. El joven caminó hacia Dubinet con pasos marcados y ya frente a él le dijo sin demasiada parsimonia:

-Gervasio De Alba. –y agregó estirándole la mano: Mi Chalet está a poca distancia. Se lo ofrezco para que disponga usted de él como de su propia casa, como le ofrezco todo lo que esté a mi alcance en procura de desentrañar esta tragedia.

Dubinet le respondió con un apretón de manos. Y aquel gesto marcaba sin dudas el comienzo de una alianza poderosa, de un encuentro de dos voluntades afines, para los cuales la verdad primaba sobre el protocolo.

-Esta investigación debe estar a cargo de…

-Considero innecesario remitir un pedido especial a la presidencia de la nación ¿no es así? –Aguijedo trató de impedir que la palidez le ganara el rostro- Con su venia será suficiente.

¡Qué espectáculo era ver a aquel joven dominar la situación! ¡Con qué sutileza hacía uso de un poder que se adivinaba en cada movimiento!

-Claro que no.

-Estoy seguro que el señor Dubinet no hará nada que entorpezca la investigación de usted, señor Fiscal y por el contrario sumará en réditos. Un trabajo en colaboración siempre es mejor ¿no lo cree?

-Sin dudas.

-Mi coche aguarda en la calle, Dubinet. ¿Viene conmigo o se demorará aquí otro momento?

-Con usted.

-Caballeros, los veré mañana a primera hora.

Y haciendo una reverencia se marchó seguido por Basilio Dubinet y los otros, que ocultaban en los pliegues de sus semblantes una sonrisa satisfecha y esperanzada.

-¿Y ahora, jefe? –preguntó el mellizo Dosantos mientras trepaba al pescante del carruaje.

-Será mañana. –dijo Dubinet y ya no habló más.

 


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