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05/11/2010 - Capítulo veintiuno de este interesante policial

"Las dos muertes de Oliverio Puebla", de Montilla Santillán

Dubinet le cerró los párpados. Levantó su rostro hacia las alturas y luego lo volvió hacia las llamas que temblaron y retrocedieron avergonzadas. Un brillo mayor al fuego chispeaba en los ojos del viejo. Por una vez en su vida toda, golpeó con el puño la tierra que tembló y sonó como un tambor ronco. Capítulo veintiuno

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Los signos de la Muerte

III

Dubinet le cerró los párpados. Levantó su rostro hacia las alturas y luego lo volvió hacia las llamas que temblaron y retrocedieron avergonzadas. Un brillo mayor al fuego chispeaba en los ojos del viejo. Por una vez en su vida toda, golpeó con el puño la tierra que tembló y sonó como un tambor ronco. Muy cerca, Hernández y los suyos observaban sin saber muy bien que hacer más que guardar silencio como él, y refugiarse en ese bastión sin sonidos que amurallaba los pensamientos del jefe.

Algunos faroles navegaban la noche. Como luciérnagas entre la enramada la navegaban. Luego las voces firmes de los muchos oficiales, la voz emperifollada de eses de Aguijedo impartiendo órdenes a esas absurdas luciérnagas que mareaban el monte buscando por buscar no más.

-Veo Dubinet que la muerte le sigue los pasos. –mencionó el fiscal regalándole una mirada abstracta.

- Se equivoca de nuevo, señor fiscal. Es ella la que va adelante

La luz del fuego se proyectaba profundamente en el matorral y caía con la cascada hasta el río. Un desorden de gritos y reclamos ensuciaba la trova de las llamas y el mudo coloquio de las alimañas escondidas en las cavernas de la tierra. Basilio Dubinet continuaba aferrando a la muchacha de ojos rasgados seco e indescifrable. Las llamas ahuyentaban el frío sin vergüenza y lo obligaban a retroceder hasta las tinieblas. Qué perfecta amalgama de colores era todo aquello, qué hermosa y terrible orgía de fragancias. Y luego el humo lejano de las chimeneas de los ingenios azucareros, las puntas empenachadas de las cañas, el crujido de los árboles más antiguos y ellos a unos metros de la lumbre mortuoria.

-Tendrá usted la deferencia de explicarme que hace aquí

-No

Parco y sin delicadeza, Dubinet le respondió sin volverle el rostro.

-¿Usted no…? ¡Qué más da! ¡Comisario!

-Mande, señor

-Traiga todos los agentes que tenga disponible y acordone el área de inmediato

- Ahora mismo

- Y quiero que interrogue a todos los que están aquí. ¡A todos! Quiero sus nombres

El comisario asintió mientras apagaba su cigarrillo y se iba con prisa afectada.

-Soy doctor, déjeme ver

Basilio Dubinet depositó con cuidado el cuerpo de Alcira y se retiró unos pasos al costado. Recortado contra la noche un hombre robusto de barba hirsuta y otros dos jóvenes hablaban animadamente con un oficial. Sus dedos señalaban hacia el norte dibujando un sendero que el fuego enseñaba preciso en sus inicios y luego trazaba cabriolas en el aire. El viejo supo lo que decían aún sin escuchar una palabra. Miró lentamente y con esmero los alrededores. Desterró al dolor a un hueco insondable para que no le nublase la razón y trató de arrancar cualquier verdad, al fuego, a las sombras, a la luna, o a los hombres. El asesino de Oliverio Puebla seguía llevándole la ventaja, seguía tejiendo la trama de aquel plan sangriento.

Hizo rodar un pedrusco blanco con la punta del bastón. En algún lugar el hacedor de tantas muertes observaba, estaba seguro, lo observaba a él. Quizás más expuesto de lo que suponía. En algún lugar saboreaba su victoria, miraba, como un pintor frente a su obra, miraba, todo ese siniestro entramado de crímenes y quizás se regocijaba en sus logros.

El pequeño Dosantos se le acercó con cautela y aguardó el tiempo que Dubinet le sugirió con su silencio.

-Habla

-Tienen algunos testigos

-Claro que los tienen

-Dicen que vieron al responsable de todo esto. Dicen que pueden identificarlo

-Sin dudas. Déjame adivinar: Juran que Santiago Ávalos mató a su familia y luego incendió el lugar

El pequeño quedó un instante desorientado.

-Eso dicen, patrón. Lo vieron correr armado hacia el norte. Aguijado ha despachado un destacamento a caballo

Dubinet se permitió el sonido suave del chasquido de la lengua contra los dientes.

-Un destacamento a caballo nada menos –dijo al cabo de una pausa.

-Van a cazarlo como a una bestia

-Del mismo modo

El fiscal se acercó embozado en una bufanda con la que trataba de refugiar su nariz de las cenizas que flotaban en el aire.

-Tendrá que explicarme las razones que lo trajeron aquí, Dubinet

-¿Por qué?

-¿Por qué? ¿Cómo por qué?

-Ya no tienen imperio sobre mí, señor fiscal. Presenté mi dimisión ante usted…

-¡Pamplinas! Usted vino a este lugar que hoy por hoy es la escena de un crimen y va a explicarme por qué

Una larga pausa acabó con la paciencia de Aguijedo.

-¿Y bien?

-Usted ya conoce la respuesta, señor fiscal.

-La investigación del caso de Puebla pertenece a la justicia ahora, Dubinet ¿entiende? Es usted el que no tiene imperio sobre…

-¿Va a detenerme?

-¿Detenerlo? ¿Bajo qué cargos?

-Entonces me marcho. Estaré en la Sociedad de Socorros Mutuos sí me necesita. El café es bueno y de pronto perdí todo síntoma de cansancio

Emprendió la marcha con paso firme seguido de cerca por Ramírez y el pequeño Dosantos. Atravesó el puente sin prestarle atención a los agentes y curiosos que lo observaban y subió al coche con la mirada ausente en algún pensamiento que lo fustigaba como un látigo.

-Mala suerte, jefe. –expresó Hernández mientras encendía un cigarrillo con las manos temblorosas- Identificaron al muchacho con mucha precisión. Santiago Ávalos, dijeron, tres testigos. ¡Tres! Y ninguno de ellos se conocía entre sí, así que la acusación es bien fuerte

-Claro que es fuerte, Hernández. Este asesino sabe muy bien lo que hace. No ha dado un solo paso en falso y no creo que vaya a darlo momentáneamente

-¿Entonces?

-Ni un solo paso en falso. –continuó el viejo como si no hubiese escuchado la pregunta- Sin embargo… sin embargo, Hernández…

Exhaló un suspiro largo y espeso y dio la orden de marchar.

-Tranquilos, muchachos –les dijo Hernández a media voz a los otros dos mientras fustigaba los caballos- El jefe sabrá qué hacer. –y en aquellas palabras se escuchaba ese fervor delirante, esa fe ciega, esa confianza indestructible en el hombre que, amurallado tras el mutismo, viajaba en la parte trasera con los ojos cerrados y los dos puños aferrados a su bastón- El jefe sabrá

 


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