El tren llegó esa noche a la estación de Aguilares tirando la luna con un cordel de humo. Un frío punzante se colaba como podía por entre los puntos cerrados del abrigo de Dubinet, que sentado en una banca de la plataforma con las dos manos apoyadas sobre el bastón, rumiaba la ansiedad con la cadencia de un buey. Eran las ocho.
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I
El tren llegó esa noche a la estación de Aguilares tirando la luna con un cordel de humo. Un frío punzante se colaba como podía por entre los puntos cerrados del abrigo de Dubinet, que sentado en una banca de la plataforma con las dos manos apoyadas sobre el bastón, rumiaba la ansiedad con la cadencia de un buey. Eran las ocho.
-Vinimos en cuanto pudimos, jefe. –exclamó Hernández a manera de disculpas mientras saltaba del estribo del vagón. Atrás asomó su cabeza el mellizo Dosantos y luego un hombre corpulento de sombrero gris, embozado en una larga bufanda de lana.
- Jaime. –saludó Dubinet al pequeño.
-Patrón
-Me dijeron que la cosa es seria. –dijo el otro con voz de grava.
- Lo es, Ramírez. ¿Trajeron armas?
Los tres asintieron al unísono. Una ráfaga de viento helado golpeó las paredes de la estación y se fue hacia el sur con las vías del tren. Basilio Dubinet revisó su revólver y lo guardó en el bolsillo. A unos metros esperaba un coche de dos caballos. Sólo unos pasos después, La Muerte se demoraba montada en su bagual.
-La cosa es seria, sin dudas. –masculló Hernández para sí mismo.
- ¿Te dejaste seguir?
-Sí, jefe, como me lo pidió. Aguijedo está un vagón atrás con media docena de hombres
-¿No sospecha?
-No. Tomamos el tren sin volvernos ni una vez, los tres juntos, patrón y nos mantuvimos charlando tonterías en voz alta para que no desconfiara
-Tanto mejor. El asesino nos pisa los talones, Hernández y cuando quiere se nos adelanta. No podemos darle más ventajas
-¿Y está aquí?
-Me inclino a pensarlo. Y no está sólo. ¡Vamos! Que el tiempo apremia
Se cobijó en el silencio. Subió al coche y esperó que los otros se acomodaran en el asiento para comenzar la marcha. Un búho batió con las alas el rocío y un álamo antiguo lanzó un grito ronco que viajó con las raíces hasta los cascos de los caballos. Luego todo quedó inmóvil en aquel espacio de tierra que circundaba la estación. Las hojas desprendidas de los árboles en su recorrido hacia el infinito, la arenisca que el viento arrastraba hacia su secreto destino, el vapor del respiro de los caballos que estallaba húmedo. Todo aquello era ahora una pintura anochecida atrapada en el lienzo de dioses antiguos.
La Muerte desmontó emponchada en sombras y caminó con paso delicado hacia el carruaje. En torno a ella se arremolinaban como ríos de abejorros las almas en pena y zumbaban con lamentos que normalmente nadie, ni Ella misma escuchaba, pero que esa noche le abrían grietas en el corazón que nunca tuvo. Caminó lenta y terrible en aquella inmutable pátina hasta colocar su pie derecho sobre el estribo del coche. Dubinet miraba el camino acanalado que zigzagueaba el horizonte con las manos apoyadas en su bastón. Ella se le acercó hasta el aliento y todavía un poco más y le susurró apoyándole los labios en el oído:
Date prisa, Dubinet.
Luego se volvió para mirarlo a los ojos y aquellos abismos profundos e insolubles le regalaron una lágrima que rodó por sus mejillas hasta las manos del viejo que aprisionaban el bastón. En aquel universo quieto solo una lágrima desafiaba el designio de poderes remotos y caía libre hasta estallar sobre la piel.
Ya no hubo más. La Muerte se retiró veloz hacia su corcel y ya sobre él lo fustigó. Entonces todo recuperó su desplazamiento: la brisa, las hojas, los pájaros, la tierra misma en el perpetuo girar sobre su eje. Dubinet observó la lágrima en el dorso de su mano, escuchó el batir de las alas del búho y a diferencia de Oliverio la noche del 14 de mayo, desentrañó los signos que La Muerte, cabalgando adelante, le había obsequiado.
- ¡A galope! -exclamó presa de un ímpetu excepcional.
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