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01/10/2010 - Libros

"Las dos muertes de Oliverio Puebla", entrega diecisiete de la novela de Montilla Santillán

La casa de Eusebio Méndez se disponía a unos minutos de un arroyo caudaloso al que atravesaba un puente que enseñaba menos seguridad de la que ofrecía. Era una vivienda sencilla de techo de cañizo encerrada por un patio lodoso donde descansaban un buen número de perros...

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Voluntades

II

La casa de Eusebio Méndez se disponía a unos minutos de un arroyo caudaloso al que atravesaba un puente que enseñaba menos seguridad de la que ofrecía. Era una vivienda sencilla de techo de cañizo encerrada por un patio lodoso donde descansaban un buen número de perros, jugaban unas gallinas y unos pocos patos, mientras una docena de gansos pasaban el rato en un estanque diminuto.

Dubinet no perdió el tiempo. Se encaminó con paso seguro y abordó al viejo Eusebio que en un comienzo lo recibió con una actitud ambigua a la que no pudo explicar.

-Vino esta mañana, sí. Me alquiló cuatro caballos

-¿Dijo para qué?

-No

-¿Por cuánto tiempo?

- Un día. Me aseguró que pasaría por ellos a las diez de la noche

¡Al anochecer! Tanto mejor, eso le daba ventaja si administraba el tiempo sabiamente.

-Tal vez se trate de un colega mío de la Facultad…

-Lo dudo, señor. Me dijo que venía a investigar con otros señores la desaparición de un ganado. Por estos meses la cosa se ha puesto un tanto pesada con eso. A don Alejandro se le perdieron unas vaquillonas la semana pasada y ahora esto. Dijo que venía rastreando a los cuatreros desde Ibatín y que tenía una idea de donde estarían esta noche.

-¿Le mencionó ese lugar?

-No, señor

- ¿Y estaba sólo?

-Sí, pero como me pidió cuatro caballos ensillados asumo que irá con tres más

-¿Le mencionó su nombre?

-Sí, señor: Basilio Dubinet

¡Qué singular golpe de teatralidad! ¡Qué notable paso de comedia! Si la muerte no hubiese atravesado todo aquel asunto, con gusto hubiera aplaudido la maniobra. El villano se burlaba de él. No sólo eso, con aquel guiño mordaz le hacía saber cuan de cerca le seguía los pasos. Quizás en ese mismo instante, en ese preciso momento lo observaba y buscaba descubrir en su rostro una expresión que revelara lo que aquella chanza le había producido. ¡Tanto mejor! Se decía Dubinet aferrando el bastón con ímpetu. Que se regodee en su victoria. Una excesiva confianza en sí mismo es la madre del descuido y en el descuido el error.

-¿Y no dijo nada más?

-Sí. Me preguntó sobre la casa de Santiago Ávalos. Supongo que como él también está detrás de un ganado desaparecido…

No necesitaba saber más. Allí y sólo allí se preparaba el golpe. En la misma y única pista certera que lo había traído a aquel poblado.  Se despidió disimulando el apuro. Canturreó una tonadilla de tritonos y miró al descuido su reloj de cadena que le acercó con precisión mecánica el tiempo del que disponía para organizar la jugada. No era mucho pero con tino sería suficiente.

En el correo garabateó un telegrama en un papel de estraza.

-Envíenlo pronto. –le dijo al empleado.

No se demoró ni un minuto más. Condujo la bicicleta por la senda polvorienta que llevaba a la casa de Santiago Ávalos. Cuando llegó, una vez más, el tiempo detuvo su marcha y quedó entrampado entre las hojas y las ramas de los árboles.

Dubinet cruzó el puente colgante que se balanceaba sobre el río. Los maderos que servían de tablado todavía eran ramas, partes de un árbol que no se resignaba a dejar de serlo. Cuando terminó de hacerlo, cuando estuvo del otro lado, creyó por un momento que había atravesado más que un corredor de cadenas chirriantes y ramas. En ese otro lugar los árboles se balanceaban lentos al compás del viento y el río, y el sol era antiguo y divino. Todavía le quedaba una senda. Una víbora de tierra angosta que zigzagueaba entre los álamos y los sauces. Luego la casa amurallada por la selva.

La pequeña Alcira de los ojos rasgados levantó apenas la mirada de la ropa que enjuagaba en una batea de madera grisácea. Le sonrió profunda y sencillamente, con el color manso de la honestidad. En otros tiempos hubiera podido enamorarse de ella, ahora sólo se permitía contemplarla con la ternura que le arraigó la edad y recordar en su piel y en su risa a esa que una vez supo amar. Mientras se acercaba trataba de pensar con qué palabras podría abrir la charla. ¿Por qué razón esa pequeña le permitiría unas respuestas? ¿Por qué habría de responder a cualquier pregunta que pudiese formularle? Pero de repente su voz lo desconcertó con una frase:

-Sabía que vendría

Se apoyó en su bastón.

-¿Sabías?

 -La abuela me lo dijo. Mañana vendrá, me dijo y cuando lo haga tráelo conmigo

La vieja miraba la montaña sentada en una mullida mecedora de tientos. No se volvió ni una vez cuando Dubinet se sentó a su lado en un taburete. Sus ojos nacarados por la ceguera observaban nostálgicos el farallón de cerros que acordonaba el horizonte.

-Sabía que vendría

-¿Cómo?

-Me lo dijeron los pájaros

En otro lugar quizás hubiese sonreído suspicaz, pero no allí. Al fin y al cabo esa mujer añosa arrancaba a la naturaleza lo mismo que él le arrancaba a las cosas. No eran tan diferentes después de todo, tenían la virtud de entender lo que para el resto era inexplicable.

-Santiago corre peligro. –dijo sin más Dubinet apoyando sus manos en el bastón y mirando el horizonte.

-Vino a buscar la verdad. Yo lo sé

-Así es

-Y cuándo la tenga, ¿Qué hará con ella?

Dubinet titubeó. Se amparó en el silencio que era lo que mejor sabía hacer.

-Muchos buscan la verdad. Quizás con más voluntad que usted. La verdad es como el acero, depende de quién la sujeta el cuerpo que sangre. ¿Dónde estará mi pequeño?

-¿Santiago?

- Un día la verdad me lo arrebató de los brazos. Se lo llevó con ella. Ya no volvió más. Era mi pequeño y yo lo quería tanto. –los ojos húmedos hablaban sin volverse de esas montañas a las que no podía ver con los sentidos- Ningún regalo de los Arcanos es digno de ser aceptado, ¿sabe? Yo lo supe en cuanto lo recibió. Dile que no, muchacho, así no más. ¡No! Los Arcanos son antiguos y oscuros, la sombra les navega en las venas. No son como nosotros y nosotros nunca seremos como ellos. Así es la ley y está bien que así sea. Diles que no, qué se lo queden, que no lo necesitas. Pero él no quiso escuchar. Así que se fue con su pacito cansino y cruzó el puente. No se necesitan ojos para ver, Basilio. Yo sabía que no muchos regresan de la tierra de los Arcanos. Sólo se llevó unas palabras: No dejes que los otros empuñen la verdad, antes trágatela. Ya no volvió más. Pobre mi muchacho solo y sin esperanzas guardado por mil lanzas tragándose la verdad, día a día tragándosela para que otros no puedan empuñarla. ¿Quién pudiera desafiar las mil lanzas y llegar hasta él? ¿Quién? Una voluntad más implacable que la voluntad de los Arcanos. Uno que empuñe la verdad para que sangren los que deben sangrar.

Dubinet no dijo nada. Se quedó en silencio un guiño del sol. Después se levantó del taburete en el mismo mutismo y con delicadeza colocó su mano sobre las manos anudadas de la anciana. Ella no quitó ni un instante sus ojos nublados de las montañas a las que no podía mirar. El encuentro había llegado a su fin.

-Hazle saber a Santiago –le dijo a Alcira- que corre peligro. Que me haga saber dónde está y yo iré por él. Por el momento es mejor que se mantenga lejos de aquí.

Y sin volver la mirada atrás desanduvo el camino que lo llevaba al otro mundo, donde ni la palabra ni el silencio volaban con la prestancia de la brisa y el brillo del sol.

 

 


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