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24/09/2010 - Libros

"Las dos muertes de Oliverio Puebla", entrega dieciséis de la novela de Montilla Santillán

Ya no pudo conciliar el sueño sino hasta el amanecer. Sintió que un furor intentaba dominarlo febrilmente. Entendía sin ningún esfuerzo todo lo que había sucedido, se reclamaba su imprudencia al tiempo que se sentía provocado. La señal a la distancia no había tenido otro objetivo que distraerlo, arrancarlo de su recámara para que ésta pudiese ser registrada y todo esto se lograba con su complicidad.

Para seguir la novela ingrese a http://guillermomontilla.wordpress.com

Voluntades

 I

Ya no pudo conciliar el sueño sino hasta el amanecer. Sintió que un furor intentaba dominarlo febrilmente. Entendía sin ningún esfuerzo todo lo que había sucedido, se reclamaba su imprudencia al tiempo que se sentía provocado. La señal a la distancia no había tenido otro objetivo que distraerlo, arrancarlo de su recámara para que ésta pudiese ser registrada y todo esto se lograba con su complicidad.

-Esto significa, al fin y al cabo, que camino por terreno seguro -se decía.

Con todo, decidió dormir unas pocas horas y ya descansado analizar los hechos a la luz del nuevo día. Comenzaba a ver en los acontecimientos ocurridos ciertas confesiones involuntarias que le permitían vislumbrar algunas conclusiones. Debía por lo tanto reforzar sus cuidados y armarse de una estrategia que le permitiese desarmar a su oponente. Ya había establecido de manera inequívoca que el asesino se valía de cómplices, uno de ellos lo había asistido la noche del crimen, luego el mismo, u otro, hizo la guardia la jornada que ingresó al número 238 del pasaje Bertrés para sustraer el documento. Esto sin contar la persona que lo mantenía informado sobre el movimiento de la policía. ¿Pero quién le seguía los pasos ahora? ¿El mismo asesino, o sus cómplices? Como sea, para ese entonces era evidente que habían dividido sus fuerzas, mientras una parte seguía de cerca los acontecimientos en la ciudad, la otra se hallaba en El Solaz y no importaba quien estuviese en qué sitio, ambas partes tenían que comunicarse, mantenerse al tanto y esa correspondencia no podía realizarse de ningún otro modo sino a través del correo, o de el tren.

Su determinación fue rápida. Se hizo de una bicicleta que encontró en uno de los cobertizos y con la excusa de hacer un poco de ejercicio, partió a toda carrera hacia el poblado donde coincidían estación de trenes y correo.

Un hombre de edad vestido con traje azul gastado le informó en el andén:

- Sí. Ayer a última hora llegó un caballero. Sobretodo largo y una valija pequeña. Preguntó donde le era posible alquilar caballos y se marchó

- ¿Lo había visto usted antes?

- No

- ¿Está usted seguro?

- Completamente

- ¿Y recuerda usted hacia donde se fue?

- Hacia la oficina postal y luego tomó el camino aquel

- ¿El que lleva a El Solaz?

- Ese mismo

Fue al instante por el empleado del correo:

- No lo había visto antes. Envió un telegrama urgente a la ciudad y me dejó una buena propina

- ¿Se lo dictó a usted o lo escribió él mismo?

- Me lo dictó en voz baja. Y por cierto que bastante curioso: En tierra firme. Responderé solo con viento a favor. ¿Curioso no?

- Quizás se trate de un compañero mío de la universidad de París

- Lo dudo porque era un muchacho de unos treinta años, alto de piel blanca. -respondió el joven sin percatarse del ardid.

- ¿Está seguro? ¿No estaba dirigido ese telegrama a la oficina de estudiantes de la Facultad de Ciencias Naturales?

- No, señor

- Calle San Lorenzo…

- Estoy seguro que no, señor. Fue enviado a la calle San Martín 566

Basilio contuvo la emoción en el silencio. Rápido escribió en un papel unas líneas.

- Envíelo de inmediato. -dijo y cuanto estuvo hecho salió de la diminuta oficina y quemó el papel.

Regresó a la estación a toda prisa. La gente se apiñaba a la espera del tren que no tardaba en arribar. Unos cuantos vendedores se afanaban en ofrecer su mercadería a los que esperaban en el andén y unos mocosos vestidos humildemente observaban a la concurrencia con el secreto anhelo de lanzarse sobre la primera cosa que en ese ajetreo pudieran perder, esperanzados porque esa pérdida tuviera el exquisito sonido de unas monedas.

Dubinet no perdió el tiempo.

-Tú muchacho –llamó a media voz.

El mocoso elegido, apenas un pequeño de rostro cetrino y ojos despiertos que no superaba los doce años, se acercó sin titubear.

-Mande, patrón

-¿Cómo te llamas?

- Lauro, patrón

-¿Quieres ganarte una propina?

El mocoso asintió desconfiado.

-¿Vienes a la estación seguido?

Sacudió la cabeza afirmativamente con los ojos clavados en la moneda que jugueteaba en los dedos de Dubinet.

-¿Conoces a la gente de por aquí?

-A casi todos, patrón

-¿Sabes cuándo llegué?

-Hace dos días, patrón

Dubinet sonrió satisfecho.

-¿Y puedes reconocer a los que no somos de por aquí?

-Claro, patrón. Eso es fácil

Dubinet dejó caer la moneda en la palma de la mano. Los otros mocosos ya asomaban las cabezas alrededor.

-¿Y puedes decirme cuantas personas que no son de aquí llegaron en el tren después que yo?

-Yo puedo. –expresó otro tratando de hacerse también de un premio.

-Dime. –Dubinet buscó en sus bolsillos un puñado de monedas.

- Un señor y una señora llegaron con usted

- Y el viejo ese con su perro

- Ese llegó ayer. Tenía un perro pequeño que ladraba todo el tiempo…

Las voces de los pequeños saltaban de una descripción a otra. Lauro en cambio se mantenía silencioso tratando de analizar qué información lo haría acreedor de una recompensa todavía más importante.

-El hombre que llegó en su mismo tren tampoco era de aquí

Basilio le regaló una mirada.

-¿En mi mismo tren?

-Sí, patrón. Me acuerdo porque se quedó en el vagón un rato largo antes de bajar. Usted ya se había ido en el sulky. Y luego le preguntó algo al guarda

-¿Cómo era?

-Alto y de pelo negro. Usaba sombrero y botas

-¿Era como yo?

-No, más joven. Como de la edad de ese señor –dijo el mocoso señalando a un hombre de unos cuarenta años que caminaba el andén con paso apurado.

-Bien. ¿Y qué hizo después?

-Se fue hacia la plaza. Estuvo un rato en el café

-¿Y luego?

-No sé, patrón. Yo me fui a comer

-Comió algo en el club social–agregó otro- y después de pagar se fue por el camino que lleva al Chalet de don Alejandro.

-¿Lo volvieron a ver?

-Sí. Estuvo con otro que llegó ayer, a la salida del correo. Habló algo con ese y se fue

- ¿Lo vieron de nuevo?

-No

-¿A ninguno de los dos?

-El otro alquiló unos caballos esta mañana

-¿Hace mucho?

-Dos horas

- ¿A quién?

- Al viejo Eusebio. Cerca del arrozal

-¿Y a dónde se fue?

Se encogieron de hombros.

-No importa. Necesito que hagan algo por mí y yo les pagaré por esto. Si vuelven a ver a cualquiera de esos dos señores, quiero que le presten atención hacia dónde van ¿me entienden? Pero no dejen que ellos lo sepan. No son gente buena ¿me sigues, Lauro?

-Sí, patrón. Pierda cuidado

- Y por sobre todo, de esto ni una palabra a nadie

-Sí, patrón. –respondieron todos al unísono.

- Una cosa más. Si alguien nuevo llega en el tren o en lo que sea, me avisan. Pero no me busquen, yo los encontraré aquí o en la plaza

Les dio unas monedas más, tomó la bicicleta y partió tratando que su celeridad no despertase sospechas. Estaba seguro que las acciones, cuales quiera que fueran, no debían hacerse esperar. El adversario estaba allí en ese mismo campo, posiblemente siguiéndole los pasos y agazapado como una bestia que espera a su presa para darle caza y ese adversario le había seguido el rastro hasta ese mismo lugar, en el mismo tren, e incluso se había adelantado a sus movimientos con un dominio del juego digno de reconocerse. No perdió un instante en censurar su imprudencia ni su poco celo en tomar los recaudos necesarios, ya no había caso en ello y con todo serviría solo para hacerlo perder un tiempo valioso que podía utilizarse en reordenar la jugada.

No cabían dudas de que la llegada de otros cómplices, el alquiler de los caballos, el telegrama enviado a la ciudad, vaticinaban a las claras un golpe en cualquier instante, golpe que él, Basilio Dubinet, debía anticipar para equilibrar la partida. El campo de batalla se había trasladado a aquel lejano punto en el sur y el adversario ya había reconocido el terreno con mayor celeridad y precisión que él.  La batalla hacía sentir ya su rugido con intensidad.

 


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