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17/09/2010 - Libros

"Las dos muertes de Oliverio Puebla", entrega quince de la novela de Montilla Santillán

Las siete de la mañana. Con los rayos vacilantes de un sol rojizo, Dubinet se viste con ropa cómoda para comenzar su larga caminata. Repasa en silencio el mapa que ha fijado en su mente y el recorrido que momentos más tarde ha de realizar en busca de Santiago Ávalos.

Para seguir la novela ingrese a http://guillermomontilla.wordpress.com

Dubinet pasa a la acción

II

Las siete de la mañana. Con los rayos vacilantes de un sol rojizo, Dubinet se viste con ropa cómoda para comenzar su larga caminata. Repasa en silencio el mapa que ha fijado en su mente y el recorrido que momentos más tarde ha de realizar en busca de Santiago Ávalos. Conoce de sobra la cautela y el celo que debe tomar para no exponer las verdaderas razones de su viaje. Mientras  degusta un café amargo que le conforta el cuerpo, sopesa las estrategias a seguir, quiere evitar dar pasos en falsos, sabe que el asesino de Oliverio Puebla le lleva ventaja, que no ha mostrado piedad al momento de acabar con una vida y que no existen razones para pensar que lo hará en el futuro.

Las siete de la mañana. Dubinet siente que hoy se lanza al campo de una batalla sin cuartel en la que ninguno de los adversarios tendrá misericordia. Deja atrás el majestuoso caserón de la familia D´Elissalde bajo la mirada encubierta de la servidumbre que aparenta sólo encargarse de las faenas diarias. Ha rechazado la montura que cordialmente el anciano que lo trajo de la estación le ofrece. A pesar que las distancias prometen ser largas, prefiere valerse de sus piernas y su buen estado físico. A las ocho y media ya ha recorrido una legua, se ha internado en los cañaverales, ha paseado entre las chozas de barro, ha recibido el saludo cauteloso de las mujeres y de los ancianos que trabajan en sus quehaceres. A las nueve camina siguiendo una senda angosta que lo lleva indefectiblemente a la espesura de un bosque que disimula su frontera. Hay un arroyo en algún lugar que se deja oír sin temor, pero con el que todavía no puede dar. Y toda aquella basta inmensidad de árboles y cañaverales, de plantaciones de arroz, de oleaginosas le recuerdan las palabras de don Alejandro sentado en la mecedora, observando el poniente entre las columnas de una de sus cuatro galerías, extendiendo su brazo y acariciando el contorno del mundo con la yema de los dedos:

- Todo, todo cuanto ve. Hasta donde se extiende su vista, y más… todavía más, nos fue legado y ahora es nuestro. Nos pertenece. El pasado ha sido generoso con los míos, nos ha garantizado un presente de privilegios. Y nos obliga a ser igual de generosos con el futuro

Entonces las insondables plantaciones de caña, todos esos árboles que se espesaban hasta volverse monte,  las casas de barro e incluso los arroyos y hasta las montañas le pertenecían, eran suyos por un derecho antiguo que alguien muy atrás en el linaje había ganado quien sabe porque medios.

Cuando encontró el arroyo ya eran las diez. Bebió agua. Se recostó sobre la hierba fresca y se quedó contemplando el cielo que se escapaba entre las ramas de los árboles. No supo bien cuanto tiempo estuvo de espaldas en la tierra, tampoco pareció importarle mucho. Recién cuando el hambre le indicó que se acercaba el mediodía, se incorporó de un brinco y emprendió el regreso. Evitó volver sobre sus pasos, siguió un sendero apenas dibujado en la tierra y justo cuando divisaba un claro, una risa femenina captó su atención. Se detuvo en seco, algo le aconsejó investigar sin dejarse ver. Caminó tratando de no hacer ruido, ayudándose de los árboles para no ser visto. Escuchó otras risas y luego voces dulces que canturreaban con un acento que le pareció antiguo.

El arroyo llegaba hasta el claro, devenía caudaloso quizás con la esperanza de que andando así, se volvería río. Sus aguas se encapsulaban en la planicie del claro y escapaban más tarde entre las piedras que formaban la diminuta represa. Había unas muchachas allí, lavando ropas entre cantares, doncellas de cabellos azabaches y piel color de bronce, con los ojos rasgados de mirada inmensurable. Había algo en sus coplas que remitía a otras tierras, a otros tiempos, que anudaba sus voces en el viento, o las desanudaba en el agua. Escondido entre los árboles las miró a todas pero a una en particular, la de la risa pura que lo arrancara del bosque la primera vez. Quiso saber su nombre, lo deseó con todas sus fuerzas y de repente una voz se lo hizo saber.

- Vamos, Alcira, ya es tiempo de volver

Las siguió a buena distancia hasta una cabaña generosa que miraba hacia las montañas y le daba la espalda a los cañaverales y a las sórdidas chimeneas que sostenían el cielo. Una garganta no muy profunda unida por un puente colgante y un río que devenía sonoro y perpetuo la separaba del resto de la tierra. Más allá de ese puente el mundo le pareció distinto y extraño. Él que lo observaba todo con la agudeza de una lógica irrefutable, se sintió de repente desorientado y ajeno. El agua salpicaba sonidos de espuma y piedra y levantaba una traslúcida cortina de vapores en los que de un momento a otro se le hubiera antojado escuchar la quilla del barco de Caronte. Allí, en ese lugar se sintió distinto, aunque no supo de qué modo. No salió del amparo del bosque, esperó hasta verlas desaparecer y regresó a paso rápido memorizando las sendas.

Ya de regreso en la casa buscó la mejor oportunidad para abordar a la vieja ama de llaves y hacerse de toda la información posible.

- ¿La casa en la ladera? -le dijo Petrona- Son gente de la montaña

-¿Trabajan para don Alejandro?

-Sí. Casi todos aquí lo hacen, patrón. O para sus hermanos

-¿Hace mucho?

-Bastante ya. Pero nunca terminaron de acostumbrase, me parece. Viven con su abuela y la anciana está un poco loca. Eso dicen al menos, yo nunca hablé con ella. La vi una vez sentada en su sillita de cuero, mirando hacia las montañas. Siempre mira hacia las montañas. Talvez quiere volver

- ¿Y las muchachas?

- La llaman abuela pero no sé si realmente son sus nietas. Aquí todos la llaman abuela. La mujer sabe de hierbas medicinales. En otros tiempos la consultaban con frecuencia. Luego dejó de hablar, como si se hubiese metido dentro de sí misma

- Pero viven con ella

- Claro. Ellas y el muchacho

- ¿El muchacho?

- Santiago

- ¿Así se llama?

- Si. Santiago Ávalos. Está asignado al ganado. También sabe de caballos, buen amansador, eso dice el patrón al menos. La gente de la montaña sabe de animales mejor que el resto

- ¿Y dónde está él ahora?

- Con los animales será

Esperó hasta la tarde para hacerse de más información. Visitó los cañaverales, consultó a los encargados sobre algunas cuestiones relacionadas a las plantas y su modo de siembra, todo para que nadie sospechara sobre las verdaderas intenciones de su investigación, hasta que se cruzó con un mocoso a  caballo que le dio referencias precisas. Así corroboró lo que ya se le había dicho: que Santiago Ávalos vivía con la abuela y sus dos hermanas, que había partido con otros jinetes en busca de ganado al que se suponía perdido, que era uno de los mejores rastreadores de la zona y que no regresaría de su expedición sino hasta pasado mañana. Por lo tanto no había más que esperar.

Cenó frugalmente en compañía de don Alejandro y a las diez de la noche dormía plácidamente en su recámara.

Por las noches el mundo en aquel confín de la tierra regresaba a lo primitivo. Como en el comienzo, cuando era nuevo y los pies descalzos observaban por vez primera esa inmensidad absoluta, monstruosa, insondable.

- Lo imagina usted -le había dicho don Alejandro con sus brazos extendidos y sus manos acariciando las márgenes del planeta- Imagina usted ese instante primigenio, ese momento sublime. La primer mirada. El hombre en el medio de ese universo recóndito y virgen, de un follaje innominado, desconocido. ¿Puede alguien imaginar ese instante? No, claro que no. Talvez Adán cuando despertó y se enfrentó a la tierra, quizás sólo él. ¡Qué indefinible amalgama de admiración y temor! Sí, temor, amigo mío, un temor oscuro y profundo que cruje en el alma humana y se defiende como una bestia acorralada y asume otras formas. Formas proyectadas por esa misma oscuridad. Odio, rencor, violencia. La naturaleza poderosa y absoluta rodeándolo y él contagiado de un sentimiento de impotencia, de debilidad. El horror, el horror que explica quizás la inagotable, la inexplicable obsesión del hombre en desbastar la tierra a costo de su propia supervivencia. De acabar a esa única presencia que lo supera

El sueño lo amortajó con el eco de esas palabras.

A las tres de la mañana el ladrido de un perro lo despertó de repente. Se incorporó en la cama.

Silencio.

Sin embargo estaba seguro de haber oído los ladridos a la distancia y luego su brusca interrupción. Su habitación daba hacia la parte trasera de la casa, en el ala izquierda y guardaba considerable distancia tanto de las habitaciones de su anfitrión, como de la servidumbre. Estaba, por lo tanto, relativamente solo en aquel sitio.

Se vistió deprisa. Entreabrió la ventana que daba hacia fuera y escrutó en la noche algún signo fuera de lo común que pudiera llamarle la atención. De nuevo fue el silencio lo que le causó desconfianza, un silencio copioso y fingido. Esperó atento observando la nada. Una resplandor amarillento, una luz pálida centelló entre las arboledas durante un instante tan efímero, que dudó si era posible que la imaginación le estuviese jugando una mala partida, pero ocurrió de nuevo, igual de fugaz. No había margen de error, era una señal y a través de ella alguien se comunicaba con un cómplice en la casa. El hecho por sí solo no debía de llamarle la atención, existían sobradas razones para sospechar que se trataba de una actividad que no le incumbía a él ni a la investigación. Sin embargo existía en todo eso una relación  singular como para que constituyera una coincidencia.

Salió de la habitación con sigilo. Veloz caminó por las galerías internas camuflado entre las sombras y una vez afuera, agazapado, llegó hasta un cerco pequeño que lindaba el bosque. Bien oculto por la hierba alta consideró que desde ese sitio dominaba buena parte del panorama, por lo que le sería fácil detectar cualquier movimiento. Pero no volvió a escuchar ni a observar nada, ni en el transcurso de esa hora ni en las dos siguientes. Solo las altas chimeneas del ingenio sostenían solemnes la cúpula del mundo, proyectando su grandeza hacia cada rincón del campo.

Regresó con el mismo cuidado a su habitación, se quitó la ropa y se dejó caer en la cama. Entonces ahogó un grito. Una de las macizas puertas del armario que tenía al frente estaba mal cerrada. De un solo salto llegó hasta a ella. La puerta mordía en el marco un trozo de su abrigo. La abrió y reconoció al instante que alguien había estado revisando sus pertenencias. ¡Alguien había estado allí! ¡En su habitación!

 


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