Un policial inteligente que no da respiro. Un sol tímido se hacía sentir la mañana del 27 de Mayo en la estación de trenes de Aguilares, cuando Basilio Dubinet, equipaje en mano, caminó por el andén.
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I
Un sol tímido se hacía sentir la mañana del 27 de Mayo en la estación de trenes de Aguilares, cuando Basilio Dubinet, equipaje en mano, caminó por el andén. A excepción de un grupo de comadronas que discutían sobre el precio de la fruta, un puñado de chiquillos que corrían por el terraplén y el guarda que fumaba un cigarrillo con un placer envidiable, nadie más ocupaba el lugar. Un día antes, telegrama de por medio, había anunciado su presencia atribuyéndose el nombre de Basilio Leroux, profesor de botánica de la Facultad de Ciencias Naturales de París, enviado con el fin de estudiar los arrozales y caña de azúcar bien difundidas por la zona. No le había llevado demasiado trabajo desde que tuvo conocimiento del apellido materno de Oliverio Puebla, dar con cierta información que lo guió a ese preciso punto donde se hallaba ahora. Guiado por su buen olfato se hacía sabedor de dos datos que iban a desencadenar la serie de acciones que ya estaba ejecutando: uno, existía un tal Santiago Ábalos originario del Tafí que se desempeñaba como peón de mano en la estancia El Solaz. Dos, dichas tierras pertenecían a la familia D´Elissalde y estaban administradas por Don Alejandro, uno de los seis vástagos que dejara, el no hace mucho tiempo difunto, don Félix D´Elissalde. Lo demás fue fácil: enviar la carta para lograr el permiso de estudiar en sus posesiones, hacerse de unas pocas credenciales falsas y tomar el tren tan pronto como recibiera noticia favorable.
Y así fue. Don Alejandro en persona respondió la misiva:
Es usted bienvenido cuando guste a realizar sus estudios en El Solaz. Informe la fecha y hora de su arribo y cuidaré que un coche esté por usted en la estación. Una vez en Aguilares pierda cuidado de todo, pues siendo mi huésped no deberá preocuparse por ningún otro menester que no sea su labor.
A disposición suya
Alejandro D´Elissalde
Un hombre mayor de sombrero de ala ancha lo miró al final del andén y luego de un corto momento de indecisión, se le acercó:
- ¿El señor Leroux? -preguntó con voz apagada.
- Así es.
Lo saludó con una profunda reverencia mientras se quitaba el sombrero y tomó su equipaje al instante.
- Por aquí, patrón. -expresó mientras salía con pasos cortos y rápidos de la estación.
Afuera los esperaba un coche pequeño.
- El sulky es chico pero vamos a andar bien -le dijo el viejo con una sonrisa y cargó el equipaje en el reducido espacio que había detrás del asiento.
Azuzó al caballo con un golpecito de las riendas y el coche se dejó llevar con una cadencia sonora y precisa. Un camino de tierra penetraba en el horizonte y ya incrustado en él, parecía querer zigzaguear. Ahí, en el silencio a duras penas interrumpido por el traqueteo del Sulky y el cantar de los pájaros menos tímidos, con el silbido del viento entre las ramas de las arboledas tupidas, todo el revuelo del crimen parecía quedar atrás, lejos, muy lejos.
Pero las incógnitas persistían a pesar de la distancia. Oliverio Puebla, quien una vez en lo profundo, empujado por un tesón singular, había dejado su casa y su familia en esas mismas tierras para estudiar filosofía, había sido cruelmente asesinado a los veintidós años de edad. Y el asesino, la mano y la voluntad que había urdido su muerte, continuaba libre, no sólo de culpas o cargos, sino libre también para seguir digitando la trama funesta que ocultaba la verdad como un velo.
Las preguntas que tan cuidadosamente Basilio Dubinet había buscado y sobre las cuales -según su tajante afirmación- debía construirse el caso, continuaban aún a la espera de respuestas. ¿Qué saber poseyó Oliverio que valiese la pena un asesinato? ¿Por qué alguien se tomó la molestia de matar a un sencillo estudiante de filosofía? Previo a su muerte, con una carta en la mano, el joven le había dicho a Teresa: Voy a hacer lo correcto y esa acción, esa decisión tomada no a la ligera, lo sentenció inexorablemente a la muerte. Dudar de la importancia de ese acontecimiento era un absurdo, todo lo demás, el modo en que se montó el crimen, el robo del documento, la muerte del oficial de policía, e incluso la desaparición del mellizo Dosantos y el incendio de la casa que rentara como vano recaudo, no eran más que consecuencias de ese primer y definitivo hecho: Hacer lo correcto.
Y partir de ese punto, indefectiblemente surgían nuevos interrogantes: ¿A quién había escrito esa carta? ¿Qué información contenía? ¿Había llegado a su destino? Si había sido de ese modo ¿Por qué el receptor de la carta permanecía silencioso, ausente? ¿Era ese receptor el responsable de su muerte? Y siendo de otro modo ¿Cómo había logrado el asesino interceptar el correo? ¿Existía la posibilidad de que el muchacho por alguna causa desconocida tomara la decisión de no enviarla? De lo que se podría desprender la conclusión que la noche del homicidio Oliverio aún la llevaba consigo y que no fue sino luego de su muerte que le fue arrebatada. Hipótesis sobre hipótesis que no encontraban terreno firme donde establecerse y volverse hechos.
Basilio Dubinet, días antes, sentado en la comodidad de su residencia, parecía inmune a todos estos interrogantes que volaban a su alrededor como mosquitos, aguijoneándolo incesantemente en demanda de respuestas.
- Es sobre la pregunta que se establece un caso -repetía- Es la pregunta correcta la que nos enseñará la luz.
Y se permitía unas palabras más para tranquilizar la inquietud de los otros. Repasaba con voz calma el asunto del recinto cerrado. El Fiscal buscaba en esa ocasión, inútilmente, explicar como el asesino pudo escapar dejando la habitación cerrada por dentro. Se preguntaba: ¿Cómo era posible? Sin detenerse a meditar si estaba formulándose la pregunta correcta. Se obstinaba en equivocarse guiado por una sentencia previa que lo mantenía liado al error. No era importante el cómo, en cambio era imperioso preguntarse ¿Es posible? ¿Puede un hombre cerrar herméticamente un lugar y luego salir de él dejándolo así? Y la respuesta con ese carácter extraordinario de los fenómenos prodigiosos, se revelaba de repente: No, no es posible. Por lo tanto el asesino había salido de la casa como cualquier otro, pero había ocultado su retirada. De ahí en más, todo adquiría sentido. Las únicas vías de escape eran las puertas y las ventanas y era evidente que tuvo que utilizar una de ellas para su retirada. Luego, era ahí y no en otro lugar donde se hacía menester concentrar la búsqueda de los artificios que el asesino utilizara para cubrir su evasión. Y estaban a la vista, desde el primer momento: el pequeño trozo de tela y el alfiler debajo de la puerta. Dos elementos que naturalmente no se hubieran encontrado en ese sitio. Lo demás se articulaba casi sin ayuda. No había posibilidad de error alguno, era la puerta la vía que el asesino utilizó para salir y estando cerrada con llave y la llave colocada hacia adentro, era indudable que existía otra copia y que el asesino se había servido de ella.
¡Con qué simpleza exponía los hechos Dubinet! ¡Qué sencillamente se develaban frente a la lógica irrefutable de su razonamiento! Pero la gran incógnita, la pregunta suprema, se resistía a la respuesta: ¿Por qué alguien querría matar a Oliverio Puebla?
Ahora, sentado en el sulky, con un horizonte escurridizo que se alejaba conforme ellos intentaban alcanzarlo, iba a hacia lo desconocido con la obstinada intención de recavar todo lo que pudiera ser de ayuda para develar el misterio.
Le llevó apenas un cuarto de hora torcer hacia el este. A su izquierda, una tupida selva escalaba por las montañas hasta perderse entre los picos nublados y húmedos; a su derecha en cambio, una extensa franja de tierra se disponía hasta donde se perdía la vista, labrada en surcos en los que se apiñaban orgullosas, altas lanzas de penachos verdes. Anduvieron todavía un tiempo antes de divisar las primeras chozas, salpicadas hacia ambos lados, con sus paredes de barro y sus techumbres de paja, guardando más que prudente distancia una de otra. Luego el horizonte le devolvió una sombra profunda y se estremeció sin saber muy bien porqué.
Era una larga alameda. Los árboles de copas puntiagudas se acariciaban allá en las alturas, se entrelazaban unos con otros sacudiendo sus hojas, que inmunes al otoño, entramaban una muralla para ensombrecer al sol. Y tenía algo de sobrenatural, de antiguo, como si el tiempo transcurriera allí de otro modo, como si los sonidos se escucharan con otros timbres y el silbido constante no fuera del viento colándose entre las hojas, sino de los mismos álamos hablándose unos a otros.
- Ya estamos -le sorprendió la voz del viejo cuando la hubieron recorrido toda.
Entonces observó la enorme construcción y sus galerías mirando hacia cada punto cardinal, la torre baja y sus balcones de madera labrada, las tejas rojas, el humo escapando de algún lugar. Y a lo lejos las chimeneas cilíndricas y sórdidas elevándose sin temor hasta el mismo sitial de los dioses.
Un muchacho acudió en su ayuda apenas se detuvo el coche, le sonrió enseñando una hilera de dientes blancos y tomó su equipaje.
- Espero que el viaje le haya sido placentero.
Entre las columnas de la galería un hombre alto lo saludó con movimiento de cabeza. Tenía los ojos grises y brillantes y el cabello oscuro que comenzaba a volverse blanco al llegar a la sien. La mandíbula cuadrada, firme, el rostro anguloso atravesado por un bigote fino. Vestía una levita corta sobre un chaleco claro y calzaba botas de montar.
Dejó que Dubinet se le acercara para estrecharle calurosamente la mano.
- Soy Alejandro D´Elissalde. Bienvenido, mi buen señor, bienvenido.
Era difícil calcular su edad, cuarenta talvez, posiblemente un poco más, pero su voz era jovial y sus movimientos enérgicos.
- No puedo dejar de agradecerle lo que ha hecho por… -intentó decir pero el otro le interrumpió de improviso.
- No hay nada que agradecer. Deje que Petrona le muestre su habitación, tómese su tiempo para acomodarse y luego hablaremos tranquilos durante el almuerzo.
El pequeño de la sonrisa blanca y una anciana de pasos silenciosos, lo llevaron hacia su recámara y lo dejaron con una reverencia. Ya no supo de ellos hasta el almuerzo.
Se quedó largo tiempo tendido en la litera antes de desempacar. Meditó cuál sería su primer paso, por dónde y de qué forma comenzaría su búsqueda, para decidir finalmente retrasar cualquier acción hasta el momento en que tuviese un panorama más claro del lugar donde estaba parado.
Llegó el almuerzo. Don Alejandro lo agasajó con honores propios de un rey, carnes exquisitas, vinos de primera calidad y una charla agradable. Le hablaba con esa voz grave y cordial haciéndolo sentir a gusto en aquel comedor suntuoso que no alojaba a nadie más a no ser por los ocasionales sirvientes que servían el almuerzo.
- No crea que esta casa es siempre así de tranquila. -le dijo ya en la galería saboreando una copa de jerez- Mi esposa y mis hijas están en este momento en la ciudad visitando a su familia. Pronto, si es que no debe marcharse antes, las conocerá. Mientras tanto, tiene usted la libertad de hacer lo que guste.
- Es usted muy amable.
- Y no tema preguntar ante cualquier duda. A mí, a mi capataz, o a los encargados. No tema preguntar.
Charlaron todavía un poco más. Sobre la universidad, sobre el trabajo que Dubinet tenía por delante y sobre la región. Para cuando llegó la tarde ya se encontraba en terreno firme para comenzar su labor, pero se tomó la jornada para recorrer la casona sin alejarse de la construcción.
Descansó ese día sabiendo que posiblemente no tendría descanso los venideros.
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