Un policial inteligente que no da respiro. Pronto al mediodía, Bienvenido Hernández cruzó el primer y el segundo patio de la jefatura y salió a la calle para fumar un rato. Metió la mano izquierda en el bolsillo del pantalón e inspiró fuerte el aire puro. Volteó la cabeza a un costado y discernió una chaqueta grisácea que le era conocida. Caminó con disimulo hacia el lugar y dio con uno de los mellizos Dosantos, Jaime, que lo esperaba apoyado en un árbol.
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II
Pronto al mediodía, Bienvenido Hernández cruzó el primer y el segundo patio de la jefatura y salió a la calle para fumar un rato. Metió la mano izquierda en el bolsillo del pantalón e inspiró fuerte el aire puro. Volteó la cabeza a un costado y discernió una chaqueta grisácea que le era conocida. Caminó con disimulo hacia el lugar y dio con uno de los mellizos Dosantos, Jaime, que lo esperaba apoyado en un árbol.
- No es bueno que vengas aquí. -le dijo Hernández con cierta autoridad
- Es urgente
- ¿Qué es lo que pasa?
- Es sobre el documento ¿se acuerda? El que desapareció de la casa de Puebla
- ¿Qué hay con eso?
- Bueno, que mi hermano, Juan, anotó el nombre también. Pensó que no lo había hecho. Pero lo hizo
- ¿Y tienes ese nombre?
- Lo tiene él
- ¿No te lo dijo?
- Me pidió que lo buscase a usted. “Se lo diré al jefe y sólo al jefe” eso fue lo que habló. “La cosa está que arde y no quiero terminar como el otro infeliz del coche”
- ¿Por qué crees que…?
- Bueno… -encendió un cigarrillo y lo pitó un par de veces.- Estoy seguro de que mi casa está siendo vigilada, Hernández. La mía y la de mi hermano. Anoche cuando volví encontré algunas cosas fuera de lugar. Sé que entraron
- ¿Estás seguro?
-Sí
- ¿Y la de tu hermano?
- Lo mismo. Así que alquiló una habitación y no ha vuelto a casa desde entonces
- Cuanto antes el jefe tenga esa información, más seguro estará él… los dos
- Así es. Hoy a las siete lo espera en la calle Colombres
- Está hecho
Hernández giró en redondo y volvió a la jefatura silbando bajito para callar la ansiedad. Tomó un par de mates y luego, fingiendo cierto hastío, dijo en voz alta:
- Me voy a ver como va el desfile
Y se fue sin otra palabra.
Para ese entonces las bandas militares marcaban con una cadencia perfecta la marcha de los granaderos a caballo que la capital había tenido la deferencia de enviar para lucir en el magnífico desfile patrio. Agolpados unos con otros, una multitud entusiasta aplaudía incesantemente y un centenar de dedos índices señalaban los timbales montados en los lomos de la caballería.
Ya cerca del mediodía tres timbres anunciaron a osados conocidos que se acercaron a la residencia de Basilio Dubinet, bien para conseguir de los labios del viejo alguna información con la cual alcahuetar a la noche en el Club Social, bien para hacerles saber, entre líneas, lo felices que la noticia de su relevo los había hecho. Dubinet los atendió parco y los despidió del mismo modo sin otorgarles más que unos segundos. Luego, a sabiendas de que posiblemente otros se arriesgarían a acercarse a su casa, decidió salir a caminar un rato. Algunos cafés, no muy alejados del estruendo de las fanfarrias, bostezaban solitarios a la espera de que algún cliente se les acercara, cansado de estar de pie durante horas, o poco interesado en tales actos. Dubinet se decidió por ello y se sentó en una mesa del Café Central, cerca de la salida.
A pesar de los muchos intentos, existe una cosa en la que no se ha podido penetrar a fondo en la vida de Basilio Dubinet: su pasado. Y no es que existiera la sospecha de que algo turbio estuviese escondido allí, sino que es en ese pasado donde uno puede encontrar la respuesta a esa compleja red de contactos de la que se sirve en esa implacable cruzada en favor de la verdad. Existe, no hay posibilidad de duda, pero ¿cómo se hizo de ella, cómo ganó el favor de soplones, informantes, cómplices y acólitos fieles que lo seguían desde incluso antes de su breve paso por la fuerza pública?
Recluido en su residencia, Dubinet se mantenía informado sobre lo que acontecía más allá. Sentado en un café, seguía recibiendo informes y todos ellos de las más diferentes manos. Así que, para cuando bebía la negra infusión, ya tenía en su poder dos telegramas.
El primero decía:
Sobre pista certera. Comunicaré por medio acordado resultados y movimientos.
E. S.
El segundo lo encontró caminado por ahí, unos treinta minutos más tarde:
Lo tienen. Calle Colombres. Siete de la tarde. Búsqueme donde siempre.
B. H.
Existe una curiosa similitud entre los días domingos y los feriados, un silencio macizo, melancólico que se cuela ágilmente en el alma para volvernos tristes. Y aquel 25 de Mayo no fue la excepción. Cuando el mediodía se internó en la siesta, la ciudad se quedó despoblada y adormecida, cuando la siesta se incrustó en la tarde, el feriado dormía ya.
A las siete menos cuarto, el carruaje tirado por el caballito zaino, en la esquina obtusa que mira con desconfianza hacia la casa gris de dos plantas, detuvo su marcha a penas un poco para que Hernández con agilidad subiera de un brinco.
- Estamos bien. -dijo el oficial con referencia a la hora.
Dubinet asintió.
- Son buenas nuevas, jefe. Buenas noticias. El pobre Dosantos, esta mañana, disimulaba como podía el miedo, pero la verdad es que la noticia es buena. Después de todo ese nombre es importante ¿no? Digo, para que el asesino se haya decidido a matar a ese pobre infeliz casi frente a nosotros, debe valer el riesgo. Y ahora vamos a dar con él. Esto mejora, jefe, claro que mejora. Fue una suerte que el chico lo anotara, una muy buena suerte y fue mejor que no lo dejara saber sino hasta ahora. Y con todo eso, el otro tenía miedo. “Así que alquiló una habitación y no ha vuelto a casa desde entonces”, eso fue lo que me dijo. Y estaba preocupado, sí que lo estaba. Pero yo se lo dije, bien clarito, como se lo estoy diciendo ahora: Cuanto antes el jefe tenga esa información, más seguro estarán los dos
Dubinet lo miró a medias.
- ¿Dosantos habló contigo?
- Sí
- ¿Dónde?
- Me buscó en la jefatura
- ¿Alguien los vio juntos?
- No. Nos encontramos en la esquina y muy poco tiempo
Dubinet golpeó el techo del carruaje con el puño de su bastón.
- ¡Rápido! -dijo.
Y había algo de trágico en aquel sonido seco, como si fuera el prefacio sonoro a un drama que iba a desarrollarse pronto, o que ya había comenzado y cuyas consecuencias se hacían sentir con antelación. El sol se hacía crepúsculo en el horizonte y su basta inmensidad rojiza era atravesada por una línea gris que ondulaba desde la techumbre de las casas hacia lo alto sin que el firmamento lograra fundirlo en su profundo celeste.
- ¡De prisa! -exclamó Dubinet.
- ¿Qué es eso? -preguntó Hernández asomando medio cuerpo por la portezuela del carruaje- ¡Es humo! ¡Es humo, jefe! Estoy seguro de que es humo
Lo repetía en voz alta y se exaltaba por Dubinet que seguía imperturbable mirando el poniente. Se aferraba con fuerza brutal a la portezuela del carruaje reprimiendo el impulso de saltar de él y correr hacia la columna plomiza.
- Es en la calle Colombres, es ahí, jefe. Claro que es ahí. Donde Dosantos me pidió que lo encontráramos. Mire, es en la misma dirección
Lo repetía con la ingenua ilusión de que el jefe lo contradijera, que con un pequeño gesto le dejara ver que estaba en un error. Pero eso no pasó y a la vuelta de la esquina una bocanada de calor les anunció el incendio. Allí, a unos metros, las llamas escapaban por el único balcón bajo de una casa que se adivinaba pequeña, por lo que quedaba de una puerta de madera de dos hojas y por el tejado que el musgo todavía defendía del fuego. No había duda posible, Hernández mismo sabía con certeza irrefutable que esa era la casa que el mellizo Dosantos había rentado como precaución al sentirse en peligro y que ni siquiera tal recaudo le permitió burlar a esa voluntad imperiosa, a ese enemigo oculto, invencible, que parecía hacerse dueño de la situación sin que nadie pudiera oponerle obstáculo a sus designios.
Y frente al fuego la figura de un hermano que se debatía allí mismo entre el deseo suicida de saltar dentro de la casa para cerciorarse que el otro no estaba allí y el llanto que lo mantenía preso a ese sitio, pero seguro.
Dubinet fue hasta él, lo tomó por los hombros justo cuando se decidía por el primer impulso y lo sujetó con fuerza inusual.
- No está allí. -le dijo con calma y esa voz moderada le devolvió al instante una convicción que había estado a punto de perder.
- Lo sé, patrón. -habló seguro- Claro que no está allí
- Sube al coche, hijo. -prosiguió Dubinet- Sube pronto. ¡Hernández!
- Mande, jefe
- Vete al momento
- Está hecho, jefe
Lejos una campana anunciaba al carro de bomberos, mientras una veintena de vecinos contemplaba la irrebatible labor del fuego y otros tantos curiosos se acercaban de a poco, lentamente, guardando la distancia que el miedo y el calor les sugerían.
Dubinet subió al coche y se recostó en el asiento con la mirada fija en el poniente.
- Carajo. -expresó monocorde y no dijo una palabra más.
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