Un policial inteligente que no da respiro. Si el cielo se hubiera desgajado en lluvias ese 25 de Mayo, para azotar las viejas y olvidadas paredes de los mausoleos del Cementerio en el Oeste, si una veintena de paraguas batallándole al viento hubieran guarnecido al féretro del golpear de las gotas contra la madera...
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I
Si el cielo se hubiera desgajado en lluvias ese 25 de Mayo, para azotar las viejas y olvidadas paredes de los mausoleos del Cementerio en el Oeste, si una veintena de paraguas batallándole al viento hubieran guarnecido al féretro del golpear de las gotas contra la madera, si el agua ya en el suelo hubiera inundado los diminutos canales para que el lodo corriera entre la basura y la indiferencia, y aunque más no fuese alguien hubiera dicho en voz muy alta, o a media voz, para despertar a los muertos, o para no turbarles el sueño: “No dejaremos que te olviden”. Pero un sol radiante se asomó la mañana del 25 de Mayo en que enterraron a Oliverio Puebla y su ataúd, a duras penas cargado por unos pocos de sus pocos camaradas, pasó taciturno entre las callejuelas de los panteones, lejos del tronar de las fanfarrias militares, de las venias, de los gloriosos uniformes, de los trajes oscuros sentados en sus palcos y en cambio bien cerca del silencio y del olvido.
Un sacerdote de palabras romas repitió letanías apuradas por una extremaunción que lo esperaba hacía un cuarto de hora. Lo llamó Desiderio dos veces y espoleó un padre nuestro que se quedó en el lugar más tiempo que su sotana. Luego lo alojaron en el sótano de una cripta generosa, reclamada por la familia De Varela. Ignacio De Varela cerró sus puertas y guardó la llave en el bolsillo interno del saco. Se permitió una mirada por detrás del vidrio y los visillos, un recuerdo de otras mañanas y se fundió en el abrazo de los pocos que quedaron.
Al final de la callejuela el oficial Gonzáles, embozado en un sobretodo marrón bien gastado, pitaba un cigarro mientras fingía en vano no estar allí. Los otros aunque concientes de su presencia, no le prestaron atención. Se olvidaron en el abrazo y después, cuando llegó el momento, emprendieron el camino hacia la salida.
Después del pórtico los absorbió un cortejo mayor, los separó unos de otros. Para cuando volvieron a quedar solos, había uno de más entre ellos. Pronto los muros del cementerio fueron quedando atrás junto a los árboles y los muchos puestos de flores. El cuerpo generoso de Gonzáles los seguía a cierta distancia con pasitos cortos y resignados.
- Ya está -dijo Ignacio cuando creyó que tanto silencio iba ahogarlo.
- ¿Ya? No, no está nada. -le corrigió Laura Cárdenas- ¿Por qué siento que hace un momento lo enterramos todo? Su cuerpo, su crimen, su verdad
- Quizás deberíamos organizar algo. Una marcha hasta el palacio gubernamental para exigir justicia. -dijo uno de cabellos largos y enmarañados
- O una carta al Gobernador. ¡Juntaremos firmas! -expresó otro.
- No puede quedar así
- ¡Claro que no!
Vestidos con sacos y levitas ajadas, quizás Víctor Hugo los hubiera descrito mejor y los hubiera alistado a sus barricadas para inhumarlos en ellas más tarde.
- Permítame unas palabras. -Dubinet escogió bien el momento para presentarse- No volteen hacia mí. Nos siguen
- Lo sé. -Ignacio habló por todos
Eran siete en total que se acomodaron de tal forma que Gonzáles, unos metros detrás, no pudo advertir lo que pasaba.
- Supe que renunció
- Sólo a un puesto en la policía
- Le dijimos todo lo que sabíamos. Se lo aseguro. -expresó Laura.
- Debe haber algo más
- No hay nada más. Buen estudiante, buen filósofo, buen amigo. Pero no nos dejó saber de su pasado más que lo que ya le contamos. Nunca nos dejó saber mucho, si tenía hermanos, o primos, o dónde estaba su familia. Tampoco preguntamos. Hablar sobre eso lo ponía incómodo, así que evitamos el tema
- ¿Qué está pasando? ¿Por qué nos sigue un agente? -quiso saber Ignacio.
- Eso es lo que trato de averiguar. Pero necesito algo más. Un familiar, un amigo de su población, algo. Algo que hayan olvidado u omitido la primera vez
Ignacio sacudió la cabeza, Laura negó lentamente. Un joven alto, en cambio, les sopló un nombre:
- Ábalos. -dijo simplemente.
-¿Ábalos?
- El apellido de su madre. Una vez me lo dijo
Dubinet despachó una sonrisa.
- Necesito un coche y un poco de su ayuda. Si nos dispersamos al mismo tiempo no sabrá a quien seguir
- Como guste. -mencionó Ignacio.
Dubinet les devolvió una mirada y un gracias muy bajito que les prendió fuerte.
- Cuando sepa algo…
- Se los dejaré saber. Cuídense, -repitió las palabras de la noche anterior mientras subía a un coche- que hay peligro
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