Un policial inteligente que no da respiro. Se movía con pasos lentos, muy lentos, primero un pie, luego el otro, después el bastón y de nuevo el mismo pie. Monótono y preciso, su caminar se dejaba escuchar las muchas veces que el ruido de los coches a caballo se lo permitían. Parecía caminar sin rumbo, sin voluntad, andar por andar no más.
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(Décima entrega)
II
Se movía con pasos lentos, muy lentos, primero un pie, luego el otro, después el bastón y de nuevo el mismo pie. Monótono y preciso, su caminar se dejaba escuchar las muchas veces que el ruido de los coches a caballo se lo permitían. Parecía caminar sin rumbo, sin voluntad, andar por andar no más. Cada tanto se detenía, levantaba la vista hacia lo alto, golpeaba tres veces con el bastón en la acera, se permitía un silencio antes del último golpe y de nuevo la marcha. Así lo sorprendió el mediodía y como era más rápido que él, lo dejó atrás. Pero una voluntad mayor a cualquier otra empujaba a Basilio Dubinet, una fuerza que se agitaba en lo profundo, impetuosa, incansable, decidida.
A las cinco de la tarde llegó a la jefatura. Ni siquiera miró a la turba de uniformados que poblaban el lugar.
- Han dejado esto para usted. -le dijo el sargento enseñándole un telegrama.
- Lo sé.-respondió él sin mirarlo.
- Es urgente
- Lo sé
Pasó a su despacho sin decir más, se encerró una docena de minutos. Cuando salió, el sargento todavía lo esperaba con el telegrama en la mano.
- Tal vez los de arriba quieran algo con usted. -mencionó estirándole el despacho. Trató como pudo que su voz no delatara que lo había leído a contraluz.
- Un coche. -prorrumpió Dubinet.
Salió a la acera justo cuando el carruaje se detenía frente a él.
- Al palacio de Tribunales. -le dijo al cochero.
Ya no habló más.
Eran las cinco y media cuando llegó.
- Señor comisario inspector, -lo recibió un ordenanza con parsimonia- permítame que lo acompañe. Lo esperan en el despacho de…
- Conozco el camino
Subió las escaleras seguido por un centenar de miradas. Para cuando llegó al despacho de Aguijedo, la mitad del palacio ya estaba al tanto de su llegada. Él no le prestó atención, ni a los interminables cuchicheos, ni a los mordaces silencios, ni siquiera a los dos hombres elegantes que lo cruzaron justo frente a la puerta de la oficina para dejarlo atrás con un movimiento de cabeza tan cortés como sombrío.
- Pase, pase -habló el Fiscal sin ponerse de pie.
Había otros con él en la habitación: El secretario de la instrucción que alojaba incómodo el grueso de su cuerpo en una inestable silla de palo de rosa, el sub-jefe de policía atusándose un bigote canoso mientras fumaba de una pipa corta y un comisario.
- Permítame presentarle a…
- Conozco a todos estos señores. -le interrumpió Dubinet negándose a través de un gesto a tomar asiento.
- Tanto mejor. -dijo el Fiscal- He puesto al corriente a estos caballeros sobre la teoría que nos enunció esta mañana…
- Esta mañana enuncié frente a usted, señor Fiscal, la sucesión exacta de los hechos y no…
- Como sea, -Aguijedo se puso las gafas- no vamos a discutir sobre eso ya. -hizo una pausa con la excusa de beber un trago de agua- Iré al grano, Dubinet. Sé que usted es un hombre directo y creo que se merece el mismo trato por parte de nosotros. Esos caballeros que cruzó en la puerta son funcionarios de la Casa de Gobierno. Se acercaron esta tarde a mi despacho para hacerme saber la inquietud que les ha producido sus ideas sobre este caso. Y no sólo a ellos. Especular sobre el modo posible en que el asesino escapó de la morada de la víctima dejando la puerta cerrada por dentro es una cosa, pero comprometer la integridad de nuestra justicia y nuestra fuerza policial, es otra muy distinta.
- La integridad de ambas, señor Fiscal, fue comprometida ya hace mucho tiempo
- ¡Me parta un rayo, Dubinet! Es esa actitud suya la que lo lleva por mal camino. Una o dos ovejas descarriadas no significan…
- ¿Una o dos?
- ¡Suficiente! Allá en las alturas no comparten su visión sobre esta materia, Dubinet y eso es lo que importa aquí. ¿Qué propósito tiene al elevar públicamente semejante noticia? ¿Se imagina usted si…? ¿Qué hubiera sucedido si la prensa…? -emperifolladas de eses húmedas y explosivas, las palabras de Aguijedo se atropellaban unas con otras tratando de salir de su boca, arrojadas de súbito por un cerebro que no acababa de pensarlas antes de hacerlas sonoras- Insinuar que este asesino trabaja con la complicidad de funcionarios de la policía… ¡Aquí mismo! En el palacio de tribunales, en mi despacho… ¡Insensato!
Dubinet le respondió con un silencio.
- ¡No! Claro, que no. -siguió el Fiscal- ¿Cómo puede pasar por su cabeza algo así?
- ¿Han encontrado la libreta de Pérez? -de pie, un poco afirmado en su bastón, esperó una respuesta que ya conocía.
- El que no hayamos dado todavía con ella, -se adelantó el secretario de instrucción con una sonrisita pálida- no significa que un cómplice dentro del palacio la sustrajera para dársela al asesino
Basilio Dubinet se permitió un sonido: un chasquido suave, un golpecito a penas de la lengua contra los dientes que retumbó veloz y despareció al instante.
- Créame, Dubinet, que este proceder suyo no lo está ayudando nada. -la voz grave del secretario se dejó escuchar amenazadora- No es la primera vez que se le llama la atención sobre esto, no es la primera vez que se tiene una charla como esta, en este mismo despacho. El señor Fiscal ha hecho todo lo posible…
- Déjeme esto a mí, señor secretario. -interrumpió Aguijedo aterrorizado de que el otro le quitara el placer de algo por lo que había esperado mucho tiempo, el momento sublime de una victoria absoluta, de un triunfo concluyente del cual el otro no tendría si quiera una chance de revertir. Cruzó los codos sobre el escritorio, carraspeó para que los sonidos fueran claros: Créame, Dubinet, que esto ha sido muy difícil para mí y que he intercedido por usted frente a las demandas de funcionarios de la Casa de Gobierno, que buscaban su cabeza. Sí, su cabeza. Finalmente, en un acto de deferencia, se decidió simplemente retirarlo del caso en cuestión. El sub-comisario inspector será quien ocupe su lugar. Lo hará bien, no lo dudo. Como ve, no es tan grave como pudo haber sido.
Basilio Dubinet sacó un papel prolijamente doblado del bolsillo interno de la levita y lo depositó sobre el escritorio.
- ¿Qué es esto? -inquirió Aguijedo.
- Mi dimisión
- ¿Su dimisión?
-Así es
- ¿No está llevando su actitud demasiado lejos?
Dubinet no respondió. Otro en su lugar hubiera dado razones: allí, junto a ellos, en ese reducto oscuro y corrupto, jamás encontraría la verdad y la verdad permanecería oculta, olvidada y archivada en un estante del esplendoroso palacio de tribunales, hasta que la tierra, el fuego o el olvido, la enterrasen para siempre. Otro les hubiera dicho eso, amparado por una oratoria apasionada, por una retórica ardiente. Él se contentó con un silencio.
-Escuche, Dubinet. Piense bien lo que está por hacer, -sabiéndose vencedor el Fiscal se acomodó en su sillón, se permitió una sonrisa- mire que podría aceptar esa renuncia suya y ese sería el fin
- Lo sé
Esas dos palabras secas encendieron a Aguijedo, le quitaron la sonrisa del rostro, se la arrancaron de improviso. El viejo Dubinet sabía de antemano que sería llamado a ese lugar con ese fin. ¡Desde un comienzo! Desde la mañana en que sentado en el taburete le dijo: Es importante saber que este asesino nos lleva una ventaja considerable, señor Fiscal, ventaja que se vuelve a cada minuto más grave y que la sucesión lógica de los eventos que habrán de producirse esta tarde, hará mayor todavía. ¡La sucesión lógica de los eventos! ¡Ese hombre parco y pedante había vaticinado con la fuerza de un oráculo, los acontecimientos que se llevarían a cabo seis horas después!
Aguijedo apretó los dientes.
-Como quiera. -dijo. Quiso dejarle unas palabras más, pero el otro no le dio tiempo.
Dubinet se había ido para siempre.
En la calle lo esperaba un carruaje de alquiler.
- Voy a renunciar con usted, jefe. -lo abordó Hernández cuando subía al coche.
- No -expresó Dubinet con un dejo de ternura- Te necesito adentro, muchacho. ¿Entiendes?
- ¿Entonces seguirá adelante?
- Sí
- Entiendo, jefe
- Encuéntrame esta noche, a las doce, en la plaza San Martín. No dejes que te sigan
- Está hecho
- Ahora vete, es mejor que no nos vean juntos.
El cochero fustigó al caballito zaino. Se alejó al trote.
A buena distancia, un sujeto bajo de piel oscura y bigote fino, escupió sobre los adoquines y se rascó la cicatriz disimulada bajo la sombra de una barba.
- Tanto mejor así. -dijo cuando perdió de vista el carruaje.
El otro, amparado en las sombras, asintió.
- Mantenlo vigilado de todas formas. -habló con su ligero acento sureño- Día y noche
Se puso el sombrero y se alejó silbando con el caminar delicado de la muerte.
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