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30/07/2010 - Libros

"Las dos muertes de Oliverio Puebla", octava entrega de la novela de Montilla Santillán

Un policial inteligente que no da respiro. Basilio Dubinet se hubiera quedado ahí un momento más, en la misma posición, pensando, pero las voces roncas que le llegaron desde la sala se lo impidieron. Se levantó enérgico y con dos zancadas largas acortó la distancia que lo separaba de la sala. Una docena de policías murmuraba y fumaba en el lugar...

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La Muerte y los Naranjos

(Octava entrega)

II

Basilio Dubinet se hubiera quedado ahí un momento más, en la misma posición, pensando, pero las voces roncas que le llegaron desde la sala se lo impidieron. Se levantó enérgico y con dos zancadas largas acortó la distancia que lo separaba de la sala. Una docena de policías murmuraba y fumaba en el lugar. Supo que reían a consecuencia de una broma y de desearlo, hubiera deducido la broma misma, pero en cambio dejó que fueran vapores en su cabeza.

- ¡Fuera! -gritó secamente

- ¿Señor? -uno de ellos, un agente de cuerpo generoso, arqueó las cejas y lo miró con desdén

- ¡Fuera de aquí! ¡Todos!

- El Fiscal nos pidió…

- El Fiscal no está aquí. ¡Yo estoy aquí! ¡Fuera!

Le obedecieron a regañadientes. Salieron de a uno en uno y se alojaron en la calle para seguir riendo y fumando, para continuar en la más perfecta inactividad.

- ¿Dónde están los dos muchachos que escribieron el inventario?

Hernández traspuso la puerta. Estaba agitado y a pesar del frío una gota de sudor trotaba veloz desde la frente a la barbilla.

- ¿Los hago pasar?

Dubinet asintió.

- ¡Dosantos! -llamó el ayudante- Sí, a los dos. Vengan aquí

Eran unos jóvenes de mirada inquieta, iguales y bajitos que no superaban la veintena de años. No vestían uniforme, ni siquiera engalanaban el aire despótico y burócrata de los otros policías en la acera. Parados frene al viejo Dubinet, parecían dos duendes pequeños, dos niños de escuela.

- ¿Ustedes inventariaron  la casa? -les preguntó

- Así es, patrón

- Bien, bien. No tienen mucho tiempo. Alguien entró aquí anoche y se llevó algo y ustedes deben establecer qué es. Eviten los muebles, las cosas grandes. Debe ser algo pequeño. Papeles, un prendedor, un casquillo… debe ser algo que necesitaba hacer desaparecer a cualquier precio. Cuando establezcan lo que falta me lo comunican a mí y sólo a mí ¿Está claro?

- Sí, patrón

Al momento los dos pequeños, como sabuesos de caza, se movían por las habitaciones rastreando y comparando con sus listas en un silencio que tenía algo de maravilloso. El comisario inspector los miró de reojo unos segundos, dejó que sus labios apretados uno contra otro bosquejaran una sonrisa y volvió a su ayudante.

- ¿Y bien?

- Iturre está aquí, jefe

- Hazlo pasar y cierra la puerta

Hernández obedeció.

- Ercilio Iturre, ese es tu nombre ¿no es así?

- Sí, señor

- ¿Estuviste de guardia anoche?

- Desde las dos de la madrugada hasta que llegó Hernández a las ocho de la mañana, señor

- ¿A quién reemplazaste?

- No lo conozco, señor. Me dijo que se llamaba López, pero no lo había visto antes

- ¿Sólo López?

- Sí, señor. Fumamos un cigarrillo, charlamos un poco sobre el clima y lo tranquilas que se volvían estas guardias y luego se marchó

- ¿Cómo era?

- Un sujeto alto, de piel oscura y bigote fino. Tenía una cicatriz  en el mentón. Es lo único que podría distinguirlo del resto

- ¿Y nunca lo habías visto?

- Nunca, señor

- ¿Hace cuanto que estás en la fuerza?

- Veinte años

- ¿Hacia dónde se fue?

- Fue hasta la calle Rivadavia y siguió hacia arriba. Es todo lo que puedo decir

- ¿Y qué sucedió durante tu guardia?

- Nada, señor. Ni un alma en la calle, ni una sola. Y le doy mi palabra que no pegué un ojo en toda la noche. Tampoco oí ruidos dentro de la casa

Dubinet asintió. Ya lo sabía. Con un gesto despidió al agente.

- ¿Averiguaste quien es este López?

Hernández asomó la mitad del rostro y un cuarto de la libreta.

- Estoy en eso, jefe

La voz del Fiscal golpeó la puerta para interrumpirlos de súbito.

- Bueno, bueno, esto se pone interesante. El patio de esta casa da al jardín de Moya y adivine qué. No hay huellas ni en el césped, ni en el muro, ni en ningún lugar de la casa. Tampoco hay indicios de que haya utilizado las cornisas para desplazarse hacia otras viviendas, no señor, lo investigué también. Escaló la pared del patio y al parecer se esfumó volando. -rió y los oficiales fuera, prestos a la obsecuencia, rieron con él- No deja de ser admirable

- Un asesino no tiene  nada de admirable.

- ¡Bah! -gruñó el Fiscal- se pone usted fastidioso, Dubinet. Por otro lado ¿Con qué autoridad desalojó a mi personal de la casa?

- Con la mía

- Se está pasando de la raya, comisario inspector. ¿Por qué los echó a la calle?

- Tengo mis razones

- Razones que estimo compartirá conmigo

- No

Aguijedo se quedó tieso. Tan repentina y brusca fue la respuesta del otro que no supo muy bien que hacer. Los demás esperaban alertas que el viejo Fiscal con una sola palabra pusiera fin al reinado del comisario inspector. Ese mismo que, a pesar de todo, se había incrustado en el tiempo como una espina. Sin embargo el Fiscal no dijo nada, se sentó con un suspiro ronco, se quitó las gafas y trató de actuar del modo en que un padre comprensivo actuaría frente a un hijo.

- Veamos Dubinet ¿Por qué lleva usted esa actitud lastimosa? Si trabajáramos en conjunto esto sería tan simple. Pero ahí está usted entorpeciéndolo todo con esa actitud suya. Para este momento hemos establecido que el asesino tiene la habilidad de entrar en esta casa con un método que escapa a nuestra comprensión, pero que le da una ventaja considerable sobre nosotros. Anoche se metió quien sabe de que manera y se escabulló usando el mismo ardid. Es ahí donde está la clave Dubinet, ahí y no en ningún otro lado. -se volvió hacia los otros agentes- Revisen y vean que es lo que puede estar faltando. Compárenlo todo con el inventario

Sentados uno frente al otro parecían dos adversarios a los que una débil tregua mantenía silenciosos y a la espera. La policía se afanó por hacer el mejor trabajo posible frente a su superior. Lo repasaron todo, incluso lo que por descuido o por negligencia no habían inventariado la primera vez y esa confusión los obligó a volver al comienzo. Les tomó una hora y luego otra media. Para ese momento Hernández ya había regresado cuatro veces con información que entregó a su jefe en un papel escrito de su puño y letra y los mellizos Dosantos le susurraron al oído el resultado de su inspección.

 Dubinet chistó contrariado, luego golpeó el suelo con su bastón, suave pero firme, apenas un golpecito seco sobre la alfombra guiado por una mano que bien pudiera haber comprometido la integridad de toda la construcción.

- ¿Qué es lo que pasa? -preguntó el Fiscal pero uno de sus secretarios le interrumpió

- Creo que sabemos que es lo que falta

Aguijedo olvidó a Dubinet. Le quitó la mirada y le dejó en cambio una sonrisa satisfecha y siniestra.

- ¿Y bien?

- Ayer inventariamos un pasaporte con el que no podemos dar ahora

- ¿Un pasaporte?

- Sí, señor. Un documento viejo sin foto que encontramos entre unos libros de estudio. Ya no está aquí, lo repasamos muchas veces y nada. Eso es lo que falta

Dubinet estaba mudo, incómodo. Los mellizos le habían acercado esa información en secreto mucho tiempo atrás y él, por alguna razón, había decidido no compartirla.

- ¿Y ese pasaporte a quien pertenecía?

- Bien, señor Fiscal… No lo recuerdo

- ¿Usted no lo recuerda?

- No, señor. Pero está anotado. Pérez lo anotó en su libreta… que dejó en la Fiscalía de Instrucción. En este momento está yendo a buscarla. En el coche oficial… su coche, señor

- Esto está bueno, muy bueno. Estimo que es un documento que involucra al asesino, quizás su documento. Así de simple. Cuando tengamos ese nombre entonces lo tendremos casi todo. Muy bien, eso está muy bien. Un paso adelante

- Pérez no tardará en traernos el dato. -afirmó el subalterno

Pero la tardanza se hizo evidente cuando el reloj de pie en el salón los sorprendió con once campanadas. Dubinet se puso de pie de un salto con esa agilidad que nadie imaginaba en él.

- ¿Dónde es que fue ese hombre?

- A los tribunales, señor

- Debió haber regresado hace tiempo. ¡Hernández!

- Mande, jefe

- Envía alguien a Tribunales

- Está hecho, jefe

Dubinet salió a la calle. El otoño le escupió un sol que lo cegó un momento. Se resguardó la vista con la mano derecha. Los naranjos se sacudieron a causa de un golpe de viento, le pareció que se habían estremecido y creyó que sus ramas se habían alargado un poco para señalar algo. Él reparó en los signos, el lugar que señalaban los mismos árboles que una noche observaron al asesino de Oliverio Puebla.

 Asomando el pescante sobre una esquina del pasaje esperaba somnoliento un carruaje de dos caballos. Llevaba tiempo ahí, estaba seguro, cada signo en el aire, cada mota de polvo que la luz descubría se lo confirmaba. Corrió presuroso hacia el coche seguido por los demás que no atinaban a comprender muy bien el por qué de su conducta. Él, en cambio, lo sabía perfectamente, los árboles se lo habían soplado.

Llegó hasta el carruaje. La portezuela estaba mal cerrada y dejaba una abertura ínfima para que la sangre pudiera derramarse hasta los adoquines y dibujar cabriolas en la calle. Abrió la puerta y dio con la muerte que había rasgado la garganta del policía, para teñirlo todo de bermellón: la piel, el uniforme, la cabina del coche.

- ¡Oh Dios mío! -exclamó Aguijedo- ¡Cierren la calle! ¡Qué cierren todas las calles de acceso! ¡Organicen una búsqueda! ¡Ya, ahora!

Dubinet se apoyó en su bastón.

- ¡Han asesinado un policía frente a nuestras narices! ¡Frente a usted, Dubinet! ¡Esto es inconcebible! ¡Inaudito! -gritaba Aguijedo.

Dubinet se mantenía mudo.

- ¿¡Por qué diablos está usted así!? ¿Qué hace ahí parado?

- Quizás me sugiera usted gritar un poco, señor Fiscal

- ¡¿Usted..?! Esto ha colmado el vaso, Dubinet. Tome sus cosas y váyase dónde quiera. ¡Al diablo! Lo quiero en veinte minutos lejos de aquí, Dubinet. Lejos de esta calle

El viejo se encogió de hombros.

- Me queda tiempo. -dijo mirando su reloj de cadena

- ¿Tiempo para qué?

- Para aclarar el misterio que tanto le obsesiona, señor Fiscal

- ¿Qué misterio?

- La forma en que el asesino entró en la casa para dar muerte a Oliverio Puebla, en la que se hizo presente anoche para llevarse ese documento que falta, e incluso el modo en que mató a este pobre infeliz

- ¿Usted lo sabe?

- Sí. -respondió secamente y se fue caminando con paso tranquilo hacia el número 238 del pasaje Bertrés.

 


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