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23/07/2010 - Libros

"Las dos muertes de Oliverio Puebla", séptima entrega de la novela de Montilla Santillán

Un policial inteligente que no da respiro. Alguien estuvo aquí Hernández, afirmó Dubinet en cuanto traspuso la puerta de hoja simple de madera. ¿Le parece, jefe?. Alguien estuvo aquí, repitió con una voz profunda. Caminó solo, observó la disposición de los muebles, las cortinas, la alfombra, el lugar de cada uno de los adornos sobre las mesas, todo...

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La Muerte y los Naranjos

(Séptima entrega)

I

Alguien estuvo aquí Hernández. -afirmó Dubinet en cuanto traspuso la puerta de hoja simple de madera.

- ¿Le parece, jefe?

- Alguien estuvo aquí. -repitió con una voz profunda.

Caminó solo, observó la disposición de los muebles, las cortinas, la alfombra, el lugar de cada uno de los adornos sobre las mesas, todo.

- No hay duda, no hay duda -repetía en voz baja, apretando los dientes, llamando a través de una honda inspiración a una calma escurridiza que amenazaba con abandonarlo- ¿Se dejó un oficial de guardia anoche?

- Si, jefe. Turnos de seis horas. Hubo dos. -habló el otro desde la puerta.

- Búscalos y tráemelos.

- Está hecho, jefe.

- ¿Tienes el inventario a mano?

- Si, jefe.

- Que lo revisen todo, inventario en mano. ¡Alguien estuvo aquí, Hernández! Es un hecho.

- ¿Cómo puede estar seguro, jefe?

- Pisadas en la alfombra.

- ¿Pisadas?

- Sé que no las ves pero…

- Usted las ve, Jefe.

-Así es. Este asesino que nos lleva ya diez días de ventaja, estuvo aquí anoche. ¡Muy bueno! Lo reconozco. Moviéndose en nuestro territorio a su antojo. -fue hasta el comedor, se detuvo frente a la puerta ventana que daba al patio interno: estaba abierta. – Abierta -repitió. Caminó hasta el pequeño patio. Las pisadas sobre la medianera le llamaron la atención al instante. Huellas claras sobre el muro parecían decirle que el visitante había tomado ese camino para escapar, las mismas huellas en el patio le susurraban que era ese el camino que había utilizado en el ingreso. -Tan sencillo que… -pero una voz desde la calle interrumpió su meditación.

- ¡Extraordinario!

- Me lleve el diablo. -dijo invariable.

Se sentó en una de las sillas de hierro del patio y quedó estático, ausente, con las manos apoyadas en el bastón y la mirada lejana, todavía brillando. Allí, en medio de los muchos macetones, de la enredadera que trepaba una de las paredes, de las escasas flores que pudo salvar del olvido de los otros y alimentar con un poco de agua e igual cantidad de disposición, se quedó sentado sin moverse. El Fiscal tardó un tiempo en llegar hasta él y un poco más todavía en tratar de descubrir el motivo que lo mantenía en ese estado de abstracción, tanto, que decidió abandonar la causa y preguntar:

- ¿Qué demonios hace aquí, Dubinet?

- Pienso.

- ¡Usted piensa! -exclamó con sorna en voz muy alta, dirigiéndose a ese auditorio imaginario que lo acompañaba- ¡Piensa! ¿Y puede decirme el señor Descartes en que estaba pensando? -Aguijedo sacudió la cabeza, se quitó los anteojos, se rascó la barbilla- Este Napoleón del crimen, esta mente despiadada y brillante, este hechicero del misterio, ha logrado una vez más introducirse en la casa. ¿Cómo puede este ser introducirse en un recinto herméticamente cerrado? ¿Posee acaso la habilidad, la destreza, el talento, la maestría, el arte de transformarse en humo, en aire, en…?

- Carajo. -Dubinet lo dijo en voz muy baja, como un susurro, pero lo escucharon todos: los oficiales, el Fiscal, e incluso el auditorio imaginario que lo seguía.

- ¿Qué dice?

Dubinet todavía sentado con las manos apoyadas en el bastón, señaló a medias las pisadas en el muro. El Fiscal tardó en comprender, su rostro se contorsionó varias veces, se agrietaron las tenues arrugas de su frente, la piel se le tornó carmesí. Al fin dijo:

- Pisadas.

- Excelente. -Dubinet, indisoluble, le regaló una mirada.

- No deja de ser una decepción. -expresó Aguijedo luego de un silencio- Escaló la pared de ida y de vuelta. Saltó el muro, como cualquier asesino… como cualquier otro. Imposibilitado de usar la puerta delantera debido a la presencia de un policía, se encargó de… Pudiendo repetir la hazaña que le precedió, se limitó  saltar una pared. Tan simple como eso.

- La hazaña que le precedió, señor Fiscal, es el asesinato de un joven de veintidós años.

-  ¿A dónde da esta pared?

- Al número 761 de la calle Monteagudo. -le respondió Hernández.

- Bien, bien. Establecido eso debemos averiguar a quien pertenece esa casa, si es que pertenece a alguien…

- Su propietario es el señor Teodoro Moya. Comerciante, casado, de cuarenta y dos años tres hijos, dos varones, una mujer. -Hernández, al tiempo que hablaba, sonreía por Dubinet, se regocijaba por el jefe que continuaba mudo, sentado. Él ya poseía esa información días atrás. Consigue los nombres de todos los residentes de las dos manzanas,-le había encargado el jefe- consíguelos pronto. Y así lo había hecho.

- Moya ¿eh?

- Sí, señor.

- Entonces no queda más que interrogar a este buen hombre. Moya ¿eh? Lo interrogaremos ahora mismo, veremos a donde nos lleva esta pista, porque va a llevarnos a algún lado. ¡Vamos señores! No hay tiempo que perder cuando se trata de aclarar esto. -a pesar de toda su elocuencia, no podía ocultar la pena que le embargaba esclarecer aquel misterio inaccesible.

- No nos lleva a ningún lado, señor Fiscal -habló pensativo Dubinet- Nos trae de regreso aquí. A este mismo lugar.

- Dubinet ¿Qué demonios le pasa?

El viejo inspector no respondió.

- Acompáñeme, González. -habló con autoridad el Fiscal- Interrogaremos a esa familia Moya y veremos que es lo que se puede sacar en limpio.

Cuando Aguijedo se fue, todo volvió a quedar en un silencio lacónico, lento si acaso el silencio se desliza de alguna forma. Basilio Dubinet seguía ensimismado, las dos manos sobre el bastón, la barba cuadrada señalando el piso, los ojos brillantes fijos en la nada.

- ¿Quiénes estuvieron de guardia anoche, Hernández?

Hernández había estado pensando en su jefe y desde esa abstracción le fue difícil escuchar su voz.

- Disculpe, jefe. López e Iturre.

- ¿López e Iturre?

- Eso mismo.

- Sus nombres completos, Hernández.

El oficial sacó una libreta que había adquirido hacía unas escasas horas, todo lo similar que pudo encontrar a la de su superior.

- Ercilio Iturre y… López, jefe.

- Hay una centena de López en esta ciudad y estoy seguro de que la mitad es policía, Hernández. Detalles, quiero detalles.

- Es todo lo que sé. El Fiscal seleccionó la guardia y…

- Pero eso no es lo que necesito. Lo que necesito, Hernández, es el nombre completo de esos agentes para poder hablar con ellos.

- Iturre viene en camino.

- Buen chico. ¿Y el otro?

- Me encargaré de ello.

- Inmediatamente.

- Inmediatamente. -dijo el subordinado y el mutismo de su superior adjunto a una mirada expectante le sugirió que eso significaba “ya”. Guardó la libreta, lo saludó con una inclinación de cabeza y se fue a paso rápido.

 


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