Un policial inteligente que no da respiro. El día 21 de mayo todos los periódicos, frase ostentosa si se tiene en cuenta que la ciudad poseía solo dos, daban cuenta del asombroso asesinato llevado cabo en el número doscientos treinta y ocho del pasaje Bertrés. Ninguno de ellos se detenía en la víctima, ni hacía mención que la vida de un joven de veintidós años había sido brutalmente suprimida y, en cambio, navegaban por un mar de divagaciones, teorías y conjeturas sobre la forma en que un homicida pudo introducirse en una residencia...
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(Quinta entrega)
I
El día 21 de mayo todos los periódicos, frase ostentosa si se tiene en cuenta que la ciudad poseía solo dos, daban cuenta del asombroso asesinato llevado cabo en el número doscientos treinta y ocho del pasaje Bertrés. Ninguno de ellos se detenía en la víctima, ni hacía mención que la vida de un joven de veintidós años había sido brutalmente suprimida y, en cambio, navegaban por un mar de divagaciones, teorías y conjeturas sobre la forma en que un homicida pudo introducirse en una residencia, cumplir su cometido (se evitó la palabra crimen) y salir de allí dejando la puerta cerrada por dentro. Si el seguimiento del caso hubiera estado en manos de periodistas especializados, es posible que estos artículos infames hubieran tenido, cuanto más no fuera, una pizca de dignidad. Pero los periódicos de la ciudad acostumbraban mudar sus corresponsales según el capricho del director, convirtiendo a sus empleados en verdaderos nómades dentro del edificio. Fue un especialista en deportes y un joven que había trabajado en la sección de arte los designados para esta tarea, que de haberse realizado conjuntamente, hubiera resultado en un artículo vigoroso y bello.
Dubinet hizo oídos sordos a toda la publicidad que obtuvo el caso, se negó a dar declaraciones -con las incontables que realizaba a diario el Fiscal nadie lamentó su silencio- y en cambio, se dedicó de lleno a la búsqueda de la verdad. Paciente, silencioso, parco, pasaba hora tras hora en la casa de Oliverio analizándolo todo, revisando cada rincón, agujero y rendija de una morada pequeña, que frente a la minuciosidad de su examen se transformó en colosal. Los demás lo observaban, con admiración, con sorna, con hastío. Se corrió el rumor incluso de que Dubinet había dejado la comodidad de su residencia para establecerse en el domicilio de la víctima y que se pasaba noches enteras en vela, sentado en el sillón doble, escudriñando la oscuridad.
Para el 23 de mayo, cuando cerró su cuaderno, había averiguado tanto sobre Oliverio Puebla que parecía que el mismo joven hubiese declarado ante él.
Yo, Oliverio Puebla, nací hace veintidós años en Aguilares, donde las torres se elevan sobre el cañaveral con la ambición de rasgar el cielo y las cañas se vuelven lanzas cuando llega el crepúsculo. Poblado donde los Dioses se refugian entre las sombras y los mitos caminan las sendas al lado de los caballos, los bueyes y las mulas. Ahí mismo nací yo.
Hijo de una familia de peones decidí a los veinte años dejar atrás mis ríos y mis vientos y viajar a la ciudad para ser lo que eran otros: maestro, contador, doctor. Otros más allá de mis tierras que conocíamos por libros que nadie nos enseñó a leer. Me fui para regresar siendo uno de ellos y formar más, que educarían a otros.
Llegué a la capital un primero de Febrero, tomé conocimiento de que una familia rentaba una casa pequeña y bien dispuesta en el pasaje Bertrés, la renté y comencé mi vida de estudiante en esa tierra sin tierra a la que llaman ciudad.
Es cierto que durante esos dos años no entablé demasiadas relaciones sociales, mi objetivo era el estudio y a mi objetivo me dediqué con empeño, pero es cierto también que no fui descortés con nadie y estuve dispuesto a brindar mi amistad a aquellos -los escasos- que me la ofrecieron. Ser hijo de un pueblo no es algo de lo que un hombre de la ciudad se sienta orgulloso, ni es algo digno de admiración o respeto. Pero eso no me desalentó, devolví sonrisas a los desaires, saludos a los silencios, me avoqué a lo que había venido, encontré compañía en los libros, o en los árboles que nadie ve, aquellos que algún día derribarán sin culpa.
Entre mis amigos sólo Ignacio de Varela y Laura Cárdenas. Pero con ellos ¿quién necesita más? Mis vecinos se comportaron siempre con cortesía, pero la cortesía es peligrosa, el cinismo siempre es cortés. Eduviges Ferrás fue con quien mejor trato tuve, cada tanto solía ir a su casa, a tomar el té y hablábamos, de su vida, de sus sobrinos, del amor que no pudo ser, de los sueños que aún esperan a pesar de la edad. Yo no hablaba sobre mí, a veces es mejor escuchar, en ocasiones es todo lo que el otro necesita, y ella, solitaria, olvidada, lo necesitaba más que nadie.
El día 14 de mayo salí temprano en la mañana, me despedí de Eduviges, la saludé sencillamente con la mano porque pensé que iba a regresar… de haber sabido mi destino quizás le hubiera dicho algo. Adiós. Quizás fue mejor así, salir sin sospechar nada. Fui al correo, luego a tomar mis clases. Departí con mis profesores y utilicé lo que restaba de la tarde y un poco de la noche para discutir con Ignacio y Laura de Filosofía. No se puede ser un profesor de Filosofía sino se filosofa a menudo.
Luego regresé a mi casa, regresé feliz, jugando en la lluvia… con mi bastón. Regresé para morir. Ahora sé que regresé para eso.
- Sabemos -le decía esa tarde Hernández a Dubinet, repasando una vez más los datos- que recibía escasas visitas, sus dos compañeros de estudios y nada más. En el registro de nombres se ha establecido que nació en Aguilares.
- ¿Has mandado a alguien a cerciorar si es cierto?
- ¿A Aguilares?
- Sí.
- No, jefe. Aguijedo no lo autorizó, dijo que eran datos irrelevantes.
- Me lleve el diablo.
Hernández esperaba la orden para continuar.
- ¿Tenía trabajo?
- No, jefe. Se dedicaba sólo a estudiar.
- ¿Cómo es que un estudiante de filosofía de un pueblo minúsculo puede costearse la vida en esta ciudad?
- Bueno, tal vez…
- No hables. -expresó siempre firme, siempre cortés- ¿Qué hemos encontrado entre sus pertenencias, Hernández?
- Su ropa, de muy buena tela, si se me permite. Recibos de impuestos, notas de estudio, algunas cartas.
- ¿Dirigidas a quien? -Basilio Dubinet conocía las respuestas mucho antes que sus subordinados. Él había estado allí antes que todos los demás, incluso que el Fiscal.
- A profesores, a sus padres, a algunos amigos en el exterior.
- Cartas enviadas… incongruente, ilógico.
- ¿Cómo dice, señor?
- ¿Por qué están aquí estas cartas que deberían estar en el lugar donde debieron ser enviadas? ¿Por qué están aquí?
- Bueno, quizás… -Hernández se interrumpió- Lo siento, jefe, es la costumbre.
Dubinet se puso de pie y caminó de un lado a otro de la sala.
- ¿Por qué razón alguien decidiría matar a un chico de veintidós años? A un simple estudiante de filosofía venido de un pueblo perdido en la oscuridad. ¿Qué secreto se cierne alrededor de este Oliverio Puebla que valga la pena un crimen? ¿Hablaste con los vecinos?
- Estamos en eso, jefe.
- ¿Qué hay con Eduviges Ferrás?
- Hasta ahora es la que más sabe del joven. Cada tanto solía ir a tomar el té con ella. Lo descubrió como un muchacho sencillo, educado y agradable. No sabe de él mucho más que nosotros.
- Pero está la declaración de Teresa -mencionó Dubinet- que nuestro buen Aguijedo se ocupó de publicar en los diarios.
Dubinet abrió el periódico con lentitud y su rostro mudo se sumergió en las páginas impresas.
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