Contra la moda que reivindica el parlamentarismo europeo, defiende la necesidad de presidencialismos fuertes en Latinoamérica. Se declara partidario de la reelección indefinida. Insiste en esta definifición: el populismo es una forma de construcción de la política sobre la base de la dicotomización del espacio social
Entrevista realizada por Alejandra Rodríguez y Exequiel Siddig publicada en Miradas al Sur.
Hace una década, América del Sur comenzaba el largo e inexorable
periplo de tocar fondo, una serie de crisis que detonarían jornadas de
crispación antineoliberal masiva. Los ejemplos son conocidos. El 26 de
febrero de 1989, el gobierno venezolano de Carlos Andrés Pérez,
conchabado con el FMI y su paquete económico, subía el 30% del precio de
la nafta. Esta decisión desembocaría, tres días más tarde, en el
llamado “Caracazo”. De este y otros ajustes anteriores, surgiría diez
años más tarde la “Revolución Bolivariana”.
En Bolivia, la “Guerra del Gas”, la privatización del agua y el
atosigamiento anticocacolero del presidente Gonzalo Sánchez de Lozada
parirían, en enero de 2006, al primer presidente aymara y el primer
Estado del mundo constitucionalmente plurinacional.
En Ecuador, la traición electoral del presidente Lucio Gutiérrez al
Partido de Unidad Plurinacional Pachakutik llevaría a la presidencia, en
2007, a un cuadro formado en Harvard pero con la mirada puesta en la
reivindicación nacionalista de una economía totalmente dolarizada.
A los liderazgos de Hugo Chávez, Evo Morales y Rafael Correa, los
críticos conservadores los han acusado de abrevar en la tradición
populista latinoamericana, un régimen con una presunta tendencia
autoritaria. Los gobiernos de Néstor y Cristina Kirchner, así como el de
Fernando Lugo, son atacados con los mismos argumentos. “Pero la amenaza
real a la democracia viene de la oligarquía neoliberal”, tercia Ernesto
Laclau, uno de los más reconocidos politólogos argentinos, profesor
hace más de 35 años en la Universidad de Essex, Inglaterra, donde
reside.
Vino a dar clases en el Centro de Estudios del Discurso y las
Identidades Sociopolíticas de la Universidad de San Martín, un instituto
creado en 2007 a su amparo y del que es su director honorario. Sin
embargo, su presencia en el país tiene una intención política definida.
Contra la moda que reivindica el parlamentarismo europeo como la panacea
de las nuevas democracias en Latinoamérica, Laclau redobla la apuesta y
defiende la necesidad de presidencialismos fuertes.
“Un proceso de democratización como el que han experimentado Venezuela y Bolivia serían impensables sin la figura de Chávez y de Evo”, dice en su casa, cerca de Plaza San Martín, antes de regresar a su cátedra en Colchester, Inglaterra. “Para las democracias latinoamericanas, soy partidario de la reelección presidencial indefinida. No en el sentido de que vayan a elegirse presidentes de por vida, sino de que éstos puedan presentarse a elecciones una y otra vez. Porque cuando la voluntad colectiva de cambio se ha aglutinado alrededor de ciertos significantes, imágenes y nombres, la discontinuidad de ese proceso puede llevar a la reconstrucción del viejo régimen sobre la base de diluir el poder en una serie de comités y corporaciones de distinto tipo”.
–¿Pueden existir Congresos antidemocráticos hoy en América
Latina?
–¿Con una voluntad antidemocrática? Sí, claro que puede haber.
–¿Y en el caso del Congreso argentino actual?
–La oposición fue demasiado estúpida para hacer pleno uso de las
posibilidades que se le plantearon. Pero, evidentemente, la tendencia a
transformar el Congreso en una forma de coartar la acción del Poder
Ejecutivo se movía en una dirección corporativa antidemocrática.
–¿En qué ocasiones, por ejemplo?
–En muchas circunstancias. Una fue intentar tomar por asalto todas las
comisiones del Congreso, aprovechando una mayoría circunstancial e
ignorando la proporción de los votos que el pueblo había expresado en
las elecciones.
En su ya clásico libro La razón populista, Laclau
intentaba alejarse de la percepción eurocéntrica del populismo como un
régimen político tendiente a menguar los valores de la democracia
representativa. “El populismo es simplemente un modo de construir lo
político”, escribía. Se trata de un discurso que divide a la sociedad e
interpela a los de abajo, confrontándolos con los que detentan el poder.
En el populismo, hay “una dicotomización del espacio público”, aunque
no tiene un signo político determinado. Puede ser de izquierda o de
derecha. Para Laclau, “populistas fueron tanto el fascismo italiano como
el maoísmo”.
Desde su perspectiva, la imprecisión del vocablo ayudó a su ninguneo
tanto en la teoría como en la retórica política. En principio, el
populismo no se asemeja al entramado de relaciones clientelísticas que
compran una identificación basada en la oportunidad (lo que en mal
criollo equivaldría a “van por el chori y la coca”). Tampoco cabe la
acusación de que se trata de un sistema de manipulación de masas bajo la
apelación a los “bajos instintos” de la comunidad no letrada.
Finalmente, es falso pensar que el populismo erige un liderazgo
demagógico que traiciona la voluntad popular. En este punto, y como
precisó en su conferencia “Populismo y democracia” , en el Hotel Bauen
el 5 de mayo último, Laclau piensa con Derrida que no hay un modelo puro
al que el representante se deba ceñir, sino que hay sólo
representación. “Es una relación doble, que va del representado al
representante y viceversa. Algo cambia en el proceso: el político
elabora un discurso para equiparar la demanda de un grupo al interés
nacional y, al mismo tiempo, ese discurso altera la identidad de ese
grupo”.
El ejemplo del peronismo. Para explicar su teoría
sobre el populismo, Laclau recurre al peronismo. En el régimen
oligárquico argentino previo a la crisis del ’30, las demandas sociales
se abastecían individualmente a través de un esquema de punteros
políticos, caudillos y congresales (“doctores”), de modo que no
existiera identificación de las demandas de los diferentes grupos entre
sí (“lógica de la diferencia”).
La cultura de la resistencia creada a causa de las demandas no
satisfechas de los migrantes internos de las décadas del ’30-’40,
crearon entre sí una “lógica de la equivalencia”, en el sentido que las
demandas se identificaron en su orfandad estatal. “El peronismo tenía un
discurso puramente equivalencial”, afirma Laclau. “La gente ya no
necesitaba el favor personal de un puntero para acceder al médico,
porque la organización social nueva había construido un hospital
sindical.”
En definitiva, el populismo laclausiano tiene tres dimensiones: la integración de una multiplicidad de demandas en una “cadena equivalencial”; la formulación de una frontera interna que divide el campo social en arriba/abajo; y la consolidación de la cadena equivalencial en una identidad popular que excede la simple suma de los lazos solidarios entre las demandas.
–A la luz de los procesos de crisis económica y
reconfiguración del campo popular en lo que va del siglo en América
Latina, ¿qué sistema político conviene a la región?
–Hoy América Latina se debate entre el camino de las democracias
nacional-populares y la parlamentarización del poder con el objetivo de
imposibilitar llevar a cabo los cambios sociales. En la experiencia
democrática de las masas latinoamericanas hay, por un lado, una
tendencia administrativista, oligárquica o tecnocrática, que consiste en
diluir el poder en una serie de instituciones corporativas. Por otro
lado, una tendencia populista que lleva a la consolidación del poder
alrededor de ciertos centros. Ahora, esos centros tienen como punto
importante de referencia la concentración en ciertas figuras. Eso puede
tener una dirección de derecha o de izquierda. El gaullismo en Francia,
la V República, hubiera sido impensable sin la concentración simbólica
de una nueva figura: De Gaulle. O sea, que no es una cuestión de la
ideología del régimen, sino de la existencia de un discurso que divide a
la sociedad en dos campos antagónicos. En América Latina, se da una
combinación bastante sana entre un institucionalismo reafirmado –porque
ya no hay regímenes que estén invocando la destrucción de las
instituciones del Estado liberal; es decir, nadie está proponiendo la
derogación de la división de poderes– y el momento de un Poder Ejecutivo
fuerte con fuertes identificaciones colectivas.
–¿Hay diferencias en la apelación a “los de abajo” entre el
gobierno de Néstor Kirchner y el de Cristina Fernández? Por ejemplo,
Libres del Sur o Barrios de Pie son movimientos sociales que alguna vez
formaron parte de la “transversalidad” kirchnerista, pero hoy están por
fuera del dispositivo de poder estatal.
–Hay que retomar una perspectiva histórica. En la Argentina, después de
la crisis del 2001, hubo una enorme expansión horizontal de la protesta
social: las fábricas recuperadas, los piqueteros y toda esa serie de
fenómenos similares. La limitación de toda esa onda expansiva de la
protesta social –que lanzó a la esfera pública a grupos que nunca habían
participado de ella– fue que no logró traducir sus efectos al nivel
político. El lema era “que se vayan todos”. Pero decir que se vayan
todos, implica que siempre se va a quedar alguno.
–¿Por qué?
–Porque el poder como tal no puede desaparecer. Y si ese uno no ha sido elegido por el campo popular, posiblemente no va a seguir una orientación de tipo popular. De modo que llegamos a las elecciones de 2003 con una bajísima participación ciudadana en el sistema político. Las cosas salieron bien porque, por esos avatares impredecibles de la política peronista, el que fue elegido fue Kirchner. Pero si hubiesen sido elegidos De La Sota o Reutemann, no quiero pensar dónde estaríamos ahora. Todas las posibilidades de ajuste económico hubiesen sido implementadas, la protesta popular hubiese sido acallada de una forma u otra. Kirchner tuvo la virtud de darse cuenta de que toda esa expansión horizontal tenía que complementarse con una penetración vertical de efectos en el nivel del sistema político. Y tuvo una política de incorporación de sectores en ese sentido. Esa política, muy lejos de haber triunfado totalmente, es una cierta dirección en la cual el proceso comenzó a moverse. Esa combinación entre expansión horizontal e integración vertical es lo que define finalmente la calidad de un sistema democrático.
–¿Cuáles son los bordes del “campo popular”, cómo se constituye?
¿El peón ganadero que vota una opción de derecha como De Narváez
compone el campo popular? ¿Y el taxista que celebra la xenofobia radial
de González Oro? ¿Y el politólogo progre que no tiene militancia en una
organización social?
–¿Cómo decirlo a priori? Eso es imposible. Lo seguro es que cualquier política de constitución del campo popular tiene que actuar sobre esos sectores. Para ganarlos. Finalmente, toda la movilización del campo en el 2008 fue una movilización contrahegemónica, que consiguió que muchas demandas populares, que debieron ser parte del campo popular, se situaran en la vereda de enfrente. Ahora hay que reconquistar ese espacio, es decisivo. El campo popular no es una entidad que se pueda definir platónicamente en abstracto; el campo popular es un área expansiva o regresiva. En mi teoría, he tratado no sólo de hablar de “significantes vacíos” (sin significados taxativos), que implica el campo popular, sino de “significantes flotantes”, porque muchas demandas democráticas pueden ser reabsorbidas por un polo reaccionario.
–¿Es por eso que el populismo no es una ideología?
–Claro. Insisto en esto: el populismo es una forma de construcción de la
política sobre la base de la dicotomización del espacio social. Eso se
puede hacer desde las ideologías más diversas. El fascismo absorbió
demandas democráticas en una onda expansiva que era profundamente
antidemocrática. El nazismo hizo lo mismo en Alemania. Siempre hay una
cierta área de indiferencia política sobre la cual la acción va a ser
necesaria. Es exactamente lo que Gramsci denominaba una “guerra de
posición”, en la cual las trincheras se van desplazando constantemente
de un punto al otro.
–Respecto del reclamo por la “inseguridad”, le pido una
reflexión. Hagamos un itinerario caprichoso. Comienza, tal vez, a partir
de las primeras tomas de rehenes con De la Rúa, y con la vocación
mediática de “vender” una imagen de Buenos Aires como una ciudad
bogotizada. Comienza a presentarse a “los delincuentes” como el enemigo
interno contra un “nosotros” trabajador y honrado. Luego aparece Juan
Carlos Blumberg y la modificación de la ley para bajar la edad de
imputación de los delitos. Continúa con la reacción de este gobierno,
con el ministro Aníbal Fernández discerniendo entre “inseguridad” y
“sensación de inseguridad”. Hoy, finalmente, es una demanda instalada en
todos los sectores de la política.
–El discurso sobre la inseguridad es un típico discurso por el que el espacio de la derecha se va reconfigurando. En el caso Blumberg, fue una burbuja que explotó, porque trataron de hacer olas en una dirección política de derecha, en la cual las cadenas equivalenciales que trataban de formar eran imposibles. Simplemente, la gente no se la creyó y, después de un tiempo, se encontraron aislados, a tal punto que Blumberg ha desaparecido como fenómeno político. El significante de la inseguridad es típicamente “flotante” porque, por un lado, hay demandas reales alrededor de la seguridad (que tienen que ser parte de una política progresista de Estado), pero por otro, esa demanda es tan fluida que puede ser articulada como un elemento que organice el discurso conservador de la derecha, que insiste en la represión. Y que quiere extender la idea de inseguridad sobre fenómenos que la exceden, como los piqueteros o los asambleístas de Gualeguaychú. El típico discurso de lo que en inglés se conoce como law and order .
–En este retorno de lo político, ¿cree que las generaciones post
dictadura en la Argentina descubrieron la política, finalmente?
–Por supuesto. De hecho, la situación es mucho mejor ahora que hace 10 años. Es el momento de politización mayor. La participación política juvenil es visible, hay lenguajes políticos nuevos. Ahora, cuando doy conferencias, encuentro un esfuerzo en los auditorios juveniles por ligar la discusión teórica a problemas concretos que están experimentando. Hace 15 años, la gente se quedaba en un nivel teórico abstracto y la relación con la política concreta no existía. Hoy todo el mundo discute acerca del kirchnerismo, hasta qué punto es la izquierda o no lo es. Sin dudas vivimos un momento mucho más vivo, que me recuerda a los años ’60.
Hobsawn, el mentor
El acervo intelectual del profesor Ernesto Laclau abreva en aguas
intelectuales tan eclécticas como el posmarxismo gramsciano, la
deconstrucción à la Derrida y el psicoanálisis de Jacques Lacan. Su
primera obra, Política e ideología en la teoría marxista:
capitalismo, fascismo, populismo (1978), ya descubría su universo
de temas. Con su esposa, Chantal Mouffe, escribió un clásico de la
ciencia política, Hegemonía y estrategia socialista (1985), del que
Ricardo Forster y otros celebraron sus 25 años en la última Feria del
Libro.
Formado en la UBA durante los primeros ’60, Laclau militó en la
izquierda nacional con Jorge Abelardo Ramos y dirigió el semanario del
partido Lucha Obrera. El responsable de su mudanza a
Inglaterra fue uno de los más prestigiosos historiadores del siglo XX,
Eric Hobsbawn.
“En el ’66, después de graduarme, obtuve mi primer cargo en la Universidad de Tucumán, con tan buena suerte que a los seis meses vino el golpe de Onganía. No fue un golpe terriblemente represivo pero, de todos modos, mil profesores universitarios quedaron afuera; yo fui uno de ellos. De modo que volví a Buenos Aires a trabajar en el Instituto Di Tella, en un proyecto de investigación cuyo asesor era Hobsbawn. A él le gustó mi trabajo y me preguntó si quería que me ayudara a conseguir una beca en la Universidad de Oxford para hacer mi doctorado. Le dije que sí. Jamás había pensado en ir a estudiar a Inglaterra. Estuve en Oxford desde 1969 hasta el ’72. Ese año estuve por volver a la Argentina, pero en el ’73 conseguí un fellowship en la Universidad de Essex. Después, la situación política se deterioró y ya no pude volver al país.”
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