El genocidio argentino no empezó el 24 de marzo de 1976, ni el golpe de Estado fue solamente militar. La magnitud de la represión en nuestro país sólo puede ser entendida como el costo social de forzar la puesta en práctica de un plan económico al servicio del capital financiero internacional, cuyos ejecutores materiales fueron militares, sí, pero también civiles, que les dieron letra y motivos.
Por Julio Piumato, Secretario de Derechos Humanos de la CGT
La reciente detención de José Alfredo Martínez de Hoz hecha luz sobre
aspectos hasta ahora insondables para el relato que el discurso oficial,
cimentado especialmente durante el gobierno de Alfonsín, había
construido, apelando a olvidos muy sugestivos.
El secuestro, la
desaparición, la tortura, el encarcelamiento, la proscripción de la vida
política y sindical, la expulsión de millones de trabajadores de sus
puestos laborales y hasta del derecho inalienable a habitar la propia
patria, no eran un fin en sí mismo que se había propuesto la dictadura
militar. Por el contrario, el carácter sangriento y sanguinario que
adquirió la represión configuraba el alto precio que debía pagar la
sociedad argentina por la osadía de su rica historia de lucha: su alto
grado de organización político-sindical y sus ofensivas resistencias,
que impedían a los sectores concentrados del capital financiero
internacional imponer fácilmente su hegemonía, en coincidencia con el
surgimiento de un nuevo patrón de acumulación capitalista a escala
mundial: el capital especulativo, los bancos, la patria financiera. La
oportunidad elegida precisamente tomaba en cuenta un dato fundamental
:la muerte del líder del Proyecto Nacional y Popular, Juan Domingo
Perón.-
Ya en septiembre de 1973, mientras el pueblo festejaba
en las calles el triunfo de Perón en las elecciones, que seguía a la
algarabía popular por la vibrante primavera camporista, Martínez de Hoz,
junto a su equipo, empezó a modelar su plan de extranjerización total
de economía nacional, que sus amigos -los militares- le permitirían
imponer tres años más tarde.
El que después “dio vuelta la
página de la historia económica argentina”, como declaró gustosamente el
2 de abril de 1976 al asumir su cargo en el Ministerio de Hacienda de
la dictadura genocida, hacía largo tiempo que se había dado a la tarea
de reclutar hacendados, tecnócratas y pichones de Chicago Boys, para
llevar adelante su paquete de ¡liberación total de las fuerzas
productivas”, que quedaron al arbitrio exclusivo de las fuerzas más
potentes del mercado internacional, para el súper beneficio de los
capitales financieros y consuelo de los grandes terratenientes
argentinos, propietarios del único bien que el nuevo diseño de la
economía mundial tendría en cuenta en los países de la periferia, según
su particular división internacional del trabajo: la tierra, la
producción de materias primas sin mano de obra incorporada, y su
consecuente condena al atraso eterno del ciclo económico en los países
subdesarrollados.
Ese fue el verdadero motivo del genocidio
argentino: económico, imperialista, una necesidad de la geopolítica
según el interés material de la mayor superpotencia mundial. Como cierto
es también que nuestra Justicia sigue sin enjuiciar ese móvil.
¿Carencia
de nuestra ley penal, que no tipifica debidamente esos delitos
sociales, históricos y políticos, o de muchos de nuestros jueces que, a
pesar de los nuevos tiempos que soplan en el país, no olvidan sus
compromisos de clase con el poder económico que hizo el lobby suficiente
para ponerlos en funciones?
Martínez de Hoz ha sido puesto en
prisión por su participación en la concreción de un delito común –el
secuestro extorsivo de dos empresarios forzados en 1976 a renegociar
desde la cárcel un contrato privado con comerciantes de Hong Kong-, pero
imprescriptible, debido a que fue realizado en el marco del método
sistemático de comisión de delitos de todo tipo que fue el Terrorismo de
Estado, y que era condición necesaria para llevar a buen puerto el plan
genocida.
Seguramente la detención de Joe -como le decían sus
íntimos- certificará la derrotada definitiva de la infamante Teoría de
los Dos Demonios, aquella que inventó el primer gobierno de la post
dictadura, y que siguió siendo contada en todas las interpretaciones
oficiales hasta la breve gestión de Fernando de la Rúa, o la más breve
aún de Eduardo Duhalde, y según la cual el drama argentino fue la
consecuencia de una “guerra” entre dos bandos similares, uno de
izquierda y otro de derecha, sólo enfrentados por sus diferencias
ideológicas e igualados en la ferocidad de sus métodos de combate.
Un
cuento* insultante, cuyo único propósito fue esconder deliberadamente
que lo que hubo en nuestro país fue un brutal genocidio, perpetrado por
una clase social –la de los poderes económicos, sobre otra, la de los
dirigentes y activistas sindicales principalmente, pero también
sociales, políticos, intelectuales y curas tercermundistas,
alfabetizadores y promotores comunitarios, estudiantes, que defendían el
interés objetivo del pueblo trabajador.
Ya lo decía la Orden de
Batalla del Ejército Argentino, firmada en abril de 1977 por quien
entonces era Jefe del Estado Mayor de esa fuerza, general Roberto
Eduardo Viola, y que luego sucedería a Videla en el mando de la Junta
militar: el objetivo de la represión era garantizar el éxito del plan
económico dictatorial y abortar la protesta sindical que lo
obstaculizaría. No era la muerte porque sí, sino el establecimiento de
la “miseria planificada”, como denunció Rodolfo Walsh apenas un año
después del golpe de Estado, en su lúcida y valiente Carta Abierta a la
Dictadura militar, que le costó la vida.
Tal vez, 27 años
después del inicio formal de la civilidad democrática, la democracia
argentina se haga cargo de sus facultades legales y recupere la
virginidad que perdió un tiempo antes de la asunción de Alfonsín, cuando
el banquero David Rockefeller fue invitado al coloquio empresario de
IDEA (el mismo en el que varios años después Lavagna, Duhalde y Cobos
supieron hacer sus armas en el firmamento opositor), celebrado en
Iguazú, Misiones. Allí, sin siquiera pasar por Buenos Aires, el
emblemático banquero norteamericano pactó con las autoridades radicales
recién electas el juzgamiento de los militares que actuaron en la
represión, pero la impunidad total para “sus muchachos”, Martínez de
Hoz, Walter Klein, Domingo Cavallo entre ellos. Dejaba a salvo así, a
los responsables principales del gran crimen sin castigo que todavía hoy
azota a nuestro pueblo: la deuda externa privada, asumida por el Estado
como propia meses antes del fin de la dictadura militar, que en su
tiempo Bernardo Grinspun auditó y le valió perder el cargo de ministro
de Economía de Alfonsín, cuando el radical cedió a las presiones Fondo
Monetario Internacional y entregó definitivamente la economía argentina a
sus decisiones.
Esa “valiente muchachada” que ocupó los
ministerios y encapuchó a los miembros de las tres armas para que las
empuñen contra su propio pueblo, así en la dictadura, como en la
vigilada “democracia”, es, apenas, moneda de cambio en la transacción
política que siempre deja a salvo a los dueños de la pelota: el poder
económico más concentrado de la renta nacional. Es recurrente el vicio
de las clases poderosas, de hacer aparecer un confuso y ambivalente “que
se vayan todos”, manipulado hábilmente por los comunicadores
mediáticos, en el que los verdaderos responsables y beneficiarios de las
políticas de saqueo económico de la población, consiguen disimular sus
culpas.
No obstante, ese dispositivo político, mediático y
judicial de dominación, puede empezar a ser revertido. Es deseable que a
partir del juzgamiento efectivo del jefe civil de la dictadura militar,
del verdadero autor intelectual del genocidio, del ideólogo de la
“muerte argentina”, como se conoció en el mundo entero al funesto método
de la desaparición de personas y el robo de sus hijos bebés, nuestra
sociedad y sus instituciones emprendan seriamente el camino de la
civilidad democrática.
Quizás las próximas generaciones de
argentinos empiecen a valorarse a sí mismas, a recobrar el reconfortante
y vital sentido de la vergüenza ajena, y no se dejen insultar cada vez
que asistan a uno de los acontecimientos culturales más importantes del
año, la Feria del Libro, que se realiza en el predio de la Sociedad
Rural, uno de cuyos pabellones, en donde se presentan libros y se dictan
conferencias, lleva ese ilustre apellido, de pasado esclavista y
saqueador de tierras indígenas, ahora tipeado en letras de molde en la
tapa de todos los diarios: Martínez de Hoz, no precisamente por sus
“méritos” económicos, sino por sus cobardías más atroces. Quiso el
destino que en ese mismo lugar, el mismo día que detenían a “Joe, el
periodista y compañero Claudio Díaz presentaba su Historia del
Movimiento Obrero Argentino, ante una abigarrada concurrencia con
hegemonía de jóvenes de la Juventud Sindical que en ese predio
emparentado con lo más lúgubre de nuestra historia demostraba una vez
más que, a pesar de todo, no nos pudieron vencer.
*(Cuento que
es bueno recordar volvieron a esgrimir impulsando y propagando entre el
estallido popular el anarquizante “que se vayan todos!” a fines del
2001 utilizado como cortina de humo para permitir, esta vez la retirada
prolija de Domingo Cavallo y Daniel Marx evitando desencadenar sobre los
verdaderos y principales responsables la bronca de los saqueados.).
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