Todo el folclore popular hecho fierros. Toda la gente, toda, con algarabía mediante, sacando a relucir esa pasión por el ruido de motores.
Es que para los más veteranos, todo esto que es el Dakar, con el paso de los bólidos por lugares recónditos de difícil acceso, rememora aquellas viejas y gloriosas épocas del Turismo Carretera.
Son otros tiempos, son otras máquinas, es otra infraestructura, cambian
las razas y nacionalidades de los pilotos… pero es el mismo polvo que
levanta la pasión ‘fierrera’¡Porque la esencia es la misma!
Este
escriba no puede quedarse impertérrito en la visión subjetiva de la
primera persona del plural, porque su nombre propio (‘Oscar Alfredo’),
quedó estampado en su documento de identidad por el fanatismo de su
padre por Gálvez, y por la marca del “óvalo”.
Por entonces, el
paso de esas inolvidables epopeyas del TC eran marcadas, etapa tras
etapa, con chinches en un viejo mapa, colgado en un recóndito taller, y
las trasmisiones se seguían por enormes aparatos de radio, y con un
contacto ininteligible de un “spicker” transmitiendo desde “el avión”
hacía prácticamente adivinar el paso de un determinado automovilista.
Hoy,
el avance de la tecnología les permitía a los entusiastas, seguir palmo
a palmo cada etapa de la competencia a través de internet…pero salvando
las distancias de tiempo y espacio, la voracidad por estar al tanto de
la competencia era la misma.
Tecnología de avanzada en las
máquinas de los competidores, y logística de apoyo para la puesta a
punto y reparación de motores y carrocerías…pero gran cantidad de
competidores amateurs le dan al Dakar una simbología especial: ese
espíritu inigualable, una voracidad por la aventura, un desafío por
llegar a la meta, incluso sin importar en el puesto en el que se arribe.
Algunas
postales del Dakar, como los niños refrescándose en las acequías –con
40 grados de temperatura ambiente- y saliendo a la ruta a medida que se
iban acercando al vivac los participantes; las cenizas de los asados en
la vigilia del desierto mendocino esperando el paso de la competencia.
La
camioneta de apoyo que se salió de la ruta original que tenía que
bordear a la capital mendocina (y no entrar a la misma) para seguir al
vivac de San Rafael (230 kilómetros al sur) pero se desvío, dejó atrás
por un rato el abrasador desierto, y se estacionó frente a un
McDonald’s para comerse un Big Mac, y en la puerta el inspector de
tránsito sacándole fotos con su celular.
O el piloto de un
enorme camión, totalmente averiado por un vuelco, que tuvo que
abandonar la carrera, y se refugió en un Hotel Cinco Estrellas de la
capital cuyana…y muchos de los turistas del lugar posando frente a la
máquina averiada.
O el peregrinar de muchos fans que bregaban
por conseguir alguna cama en algún hotel de los pueblos aledaños a
Bolivar, en la provincia de Buenos Aires, (como Olavaria o Azul) y
terminaron pernoctando dentro de sus autos en una estación de servicio
para recibir la competencia en la meta final.
Similitudes de antaño, semejanzas del recuerdo, pero la misma pasión que resiste el paso del tiempo.
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