Padre de Victoria, "Vicki", quien cae en el combate de la calle Corro, da detalles sobre lo ocurrido aquella jornada.
Todos ellos eran militantes Montoneros, estaban efectuando una reunión de su organización y se asumieron como tales desde el primer momento en que se entabló el combate y todos murieron en las diversas alternativas del mismo.
CARTA A MIS AMIGOS
RODOLFO WALSH
Hoy
se cumplen tres meses de la muerte de mi hija María Victoria, después
de un combate con las fuerzas del Ejército. Sé que la mayoría de
aquellos que la conocieron la lloraron. Otros, que han sido mis amigos
o me han conocido de lejos, hubieran querido hacerme llegar una voz de
consuelo. Me dirijo a ellos para agradecerles, pero también para
explicarles cómo murió Vicky y por qué murió.
El comunicado del
Ejército que publicaron los diarios no difiere demasiado, en esta
oportunidad, de los hechos. Efectivamente, Vicky era Oficial 2º de la
Organización Montoneros, responsable de la prensa sindical, y su nombre
de guerra era Hilda. Efectivamente estaba reunida ese día con cuatro
miembros de la Secretaría Política que combatieron y murieron con ella.
La
forma en que ingresó a Montoneros no la conozco en detalle. A la edad
de 22 años, edad de su probable ingreso, se distinguía por sus
decisiones firmes y claras. Por esta época comenzó a trabajar en el
diario La Opinión y en un tiempo muy breve se convirtió en periodista.
El periodismo en sí no le interesaba. Sus compañeros la eligieron
delegada sindical. Como tal debió enfrentar en un conflicto difícil al
director del diario, Jacobo Timerman, a quien despreciaba
profundamente. El conflicto se perdió y cuando Timerman empezó a
denunciar como guerrilleros a sus propios periodistas, ella pidió
licencia y no volvió más.
Fue a militar a una villa miseria. Era
su primer contacto con la pobreza extrema en cuyo nombre combatía.
Salió de esa experiencia convertida a un ascetismo que impresionaba. Su
primer marido, Emiliano Costa, fue detenido a principios de 1975 y no
lo vio más. La hija de ambos nació poco después. El último año de mi
hija fue muy duro. El sentido del deber la llevó a relegar toda
gratificación individual, a empeñarse mucho más allá de sus fuerzas
físicas. Como tantos muchachos que repentinamente se volvieron adultos,
anduvo a los saltos, huyendo de casa en casa. No se quejaba, sólo su
sonrisa se volvía un poco más desvaída. En las últimas semanas varios
de sus compañeros fueron muertos; no pudo detenerse a llorarlos. La
embargaba una terrible urgencia por crear medios de comunicación en el
frente sindical, que era su responsabilidad. Nos veíamos una vez por
semana; cada quince días. Eran entrevistas cortas, caminando por la
calle, quizás diez minutos en el banco de una plaza. Hacíamos planes
para vivir juntos, para tener una casa donde hablar, recordar, estar
juntos en silencio. Presentíamos, sin embargo, que eso no iba a
ocurrir, que uno de esos fugaces encuentros iba a ser el último, y nos
despedíamos simulando valor, consolándonos de la anticipada pérdida.
Mi
hija estaba dispuesta a no entregarse con vida. Era una decisión
madurada, razonada. Conocía, por infinidad de testimonios el trato que
dispensan militares y marinos a quienes tienen la desgracia de caer
prisioneros; el despellejamiento en vida, la mutilación demiembros, la
tortura sin límites en el tiempo ni en el método, que procura al mismo
tiempo la degradación moral y la delación. Sabía perfectamente que en
una guerra de esas características, el pecado no era hablar, sino caer.
Llevaba siempre encima una pastilla de cianuro -la misma con que se
mató nuestro amigo Paco Urondo- con la que tantos otros han pbtenido
una última victoria sobre la barbarie.
El 28 de septiembre,
cuando entró en la casa de la calle Corro, cumplía 26 años. Llevaba en
brazos a su hija porque a último momento no encontró con quien dejarla.
Se acostó con ella, en camisón. Usaba unos absurdos camisones blancos
que siempre le quedaban grandes.
A las 7 del 29 la despertaron
los altavoces del Ejército, los primeros tiros. Siguiendo el plan de
defensa acordado, subió a la terraza con el Secretario Político Molina,
mientras Coronel, Salame y Beltrán respondían al fuego desde la planta
baja. He visto la escena con sus ojos: la terraza sobre las casas
bajas, el cielo amaneciendo, y el cerco. El cerco de 150 hombres, los
FAP emplazados, el tanque. Me ha llegado el testimonio de uno de esos
hombres, un conscripto.
"El combate duró más de una hora y
media. Un hombre y una muchacha tiraban desde arriba. Nos llamó la
atención la muchcha, porque cada vez que tiraba una ráfaga y nosotros
nos zambullíamos, ella se reía".
He tratado de entender esa
risa. La metralleta era una Halcón y mi hija nunca había tirado con
ella aunque conociera su manejo por las clases de instrucción. Las
cosas nuevas, sorprendentes, siempre la hicieron reir. Sin duda era
nuevo y sorprendente para ella que ante una simple pulsación del dedo
brotara una ráfaga y que ante esa ráfaga 150 hombres se zambulleran
sobre los adoquines, empezando por el coronel Roualdes, jefe del
operativo.
A los camiones y el tanque se sumó un helicóptero que
giraba alrededor de la terraza, contenido por el fuego. "De pronto
-dice el soldado- hubo un silencio. La muchacha dejó la metralleta, se
asomó depie sobre el parapeto y abrió los brazos. Dejamos de tirar sin
que nadie lo ordenara y pudimos verla bien. Era flaquita, tenía el pelo
corto y estaba en camisón. Empezó a hablarnos en voz alta pero muy
tranquila. No recuerdo todo lo que dijo. Pero recuerdo la última frase;
en realidad, no me deja dormir".
'Ustedes no nos matan -dijo-,
nosotros elegimos morir.' Entonces ella y el hombre se llevaron una
pistola a la sien y se mataron frente a nosotros".
Abajo ya no
había resistencia. El coronel abrió la puerta y tiró una granada.
Después entraron los oficiales. Encontraron una nena de algo más de un
año, sentadita en una cama, y cinco cadáveres.
En el tiempo
transcurrido he reflexionado sobre esa muerte. Me he preguntado si mi
hija, si todos los que mueren como ella, tenían otro camino. La
respuesta brota desde lo más profundo de mi corazón y quiero que mis
amigos la conozcan. Vicky pudo elegir otros caminos queeran distintos
sin ser deshonrosos, pero el que eligió era el más justo, el más
generoso, el más razonado. Su lúcida muerte es una síntesis de su
corta, hermosa vida. No vivió para ella, vivió para otros, y esos otros
son millones.
Su muerte sí, su muerte fue gloriosamente suya, y en ese orgullo me afirmo y soy quien renace en ella.
Esto
es lo que quería decir a mis amigos y lo que desearía que ellos
trasmitieran a otros por los medios que su bondad les dicte.
28 de diciembre de 1976
* En Héroes, historias de la Argentina Revolucionaria. (E. Jauretche, G. Levenson)
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