En agosto de 1972, con mi socio profesional Rodolfo Ortega Peña, teníamos cerca de trescientas defensas jurídicas de presos políticos. No fue de extrañar entonces que lo de los 19 prisioneros que se entregaron a las autoridades en el aeropuerto de Trelew -tras haber fugado de la cárcel y no poder abordar el avión en que se alejaron sus restantes seis compañeros- fueran defendidos nuestros, en algunos casos, en patrocinio compartido con otros abogados.
Por Eduardo Luis Duhalde.
Aquella madrugada
en que nos anoticiamos por llamadas periodísticas de lo
ocurrido en el atardecer y la noche anterior entre la Cárcel
de Rawson y el aeropuerto, los primeros nombres conocidos
nos indicaban que se trataba de varias de las personas cuyas
defensas técnicas teníamos a nuestro cargo. No vacilamos
en tratar de viajar a la cárcel de Rawson: fue imposible
hacerlo en avión. El gobierno militar había bloqueado todas
las plazas para el vuelo de ese día. Fue así como, a media
mañana, iniciamos con Ortega Peña junto a otros abogados
(Rodolfo Mattarollo, Carlos González Gartland, Miguel Radrizzani
Goñi, Pedro Galín) un tenso viaje en dos automóviles, que
de Bahía Blanca para abajo fue objeto de trabas en sucesivos
controles policiales, tendientes a impedir o demorar nuestro
arribo a destino.
Al llegar, comenzó una de las situaciones más dramáticas
que me tocó vivir en mi larga e intensa vida profesional.
Muy pocas veces sentí tanta impotencia y pude comprobar
en tal grado el desamparo que trae aparejado la ausencia
de respeto a ley y a las garantías individuales con que
someten los gobiernos militares a los ciudadanos.
Desde la mañana del 17 de agosto, Rawson parecía, por un
lado, una ciudad ocupada, las patrullas militares la controlaban,
incluyendo hasta el comedor del Hotel Provincial. Pero,
por otro, era un páramo sólo recorrido por los fuertes vientos
invernales: los habitantes -sensatamente- sólo se dejaban
ver lo indispensable. Una indescriptible sensación de muerte
nos embargaba, era una crónica anunciada. íbamos de la cercanía
de la cárcel a la zona próxima a la base Almirante Zar,
donde tenían a los prisioneros, sin que en ningún lado nos
permitieran acercarnos. Constantemente pedíamos entrevistar
al juez de la Cámara Federal Jorge V. Quiroga, que había
viajado desde Buenos Aires y que instruía el sumario, sin
que accediera a recibirnos: hasta llegamos a presentarle
escritos pasándolos por debajo de la puerta de su habitación
del hotel, reclamándole seguridad para nuestros defendidos.
Todo era vano. Salíamos a la calle y éramos vigilados, mientras
los despachos militares y judiciales continuaban herméticamente
cerrados para nosotros. El clima era cada vez más lúgubre:
advertíamos que estábamos jugando tiempo de descuento: a
vida de los prisioneros corría cada hora más peligro y se
nos escurría entre las manos. Ortega Peña, Mattarollo, González
Gartland y yo fuimos detenidos junto al abogado de Trelew,
Mario Amaya, asesinado luego por el golpe del 76, que no
le perdonó su participación en la defensa de aquellos prisioneros.
Se nos amenazó con fusilarnos, y tras un recurso de hábeas
corpus presentado en Buenos Aires, fuimos liberados. Amaya
continuó detenido. Intentamos entonces hacer una conferencia
de prensa en el estudio de Romero, otro abogado de dicha
ciudad. Un explosivo en su puerta, impidió hacerla.
Comprendimos
que nada podíamos hacer allá. Nos embargaba el dolor, la
impotencia, el sentirnos absolutamente inútiles frente a
la negación de todo derecho. Lo único posible era volver
de inmediato a la ciudad de Buenos Aires, a denunciar que
el crimen avanzaba a pasos agigantados.
En la tarde del 22 de agosto, en la sede de la Asociación
Gremial de Abogados, en nombre de los profesionales intervinientes,
Rodolfo Ortega Peña, en conferencia de prensa, hizo pública
denuncia de la situación y reclamó por la vida de los 19
prisioneros. Esa noche un artefacto explosivo estalló en
dicho organismo.
Concomitante con aquella denuncia, en la base Almirante
Zar la pedagogía criminal del terrorismo de Estado producía
la masacre de Trelew. Una danza de horror, en el pasillo
y las celdas, dejaba 16 cuerpos inertes y tres heridos graves.
La sangre en las paredes, los restos de masa encefálica,
las marcas de los centenares de balas disparadas contra
las víctimas indefensas, mostraba en plenitud la furia homicida
y ejemplificadora.
Masacraban a estos jóvenes militantes, pero apuntaban más
que a sus corazones, a matar las utopías que anidaban en
ellos, sus sueños transformadores y su pasión argentina:
no se condenaba su metodología violenta; por lo contrario,
aquel hacer de los marinos a cargo del capitán Sosa era
un himno a la violencia más extrema (sólo la perversión
hipócrita asesina sin piedad en nombre del derecho a la
vida).
Tampoco fue el exceso de una guardia ebria. Esta había sido
la mera ejecutora de una orden secreta y directa del presidente
Lanusse y de los comandantes en jefe. Trataban de restablecer
la autoridad de los militares, golpeada en su orgullo envanecido,
ahogando en sangre a los que habían osado desafiarla.
Pero la vida de la Nación, que es mucho más rica que los
lineales propósitos dictatoriales, hizo que Trelew fuera
para el régimen de Lanusse lo que Malvinas para el gobierno
de Galtieri. Un gran espasmo, un enorme escalofrío e indignación
recorrió el cuerpo social. Un creciente sentimiento colectivo
de repudio y espanto embargó al pueblo argentino. Ocho meses
después, el 25 de mayo de 1973, esos militares debieron
entregar el gobierno, aunque tres años más tarde volverían
a asaltar el poder para producir el vasto genocidio.
En mi modesta historia personal, percibí en Trelew, tan
palpable como nunca antes, la diferencia entre un estado
de derecho y la barbarie autoritaria. En esa comunión con
la tragedia sentí la reafirmación del compromiso con los
derechos humanos y con la vida, que en medio de tanta impotencia
y fracaso recibía como un mandato irrenunciable.
Palabras de un padre
A un año de la matanza, Manfredo Sabelli, padre de María
Angélica, revivió su último encuentro con su hija en el
texto emocionado que se transcríbe a continuación.
Llegué a Rawson el domingo 13, preocupado por las noticias
de una epidemia de gripe en la cárcel, pero mi hija me tranquilizó
apenas la vi. Ella también había caído enferma, y a pesar
de que se la notaba débil y pálida, tenía un aspecto animoso.
Sus compañeros médicos la habían tratado con vitaminas y
antibióticos (me contó ella) y lo único que echaba de menos
eran los mimos de esos días. Hablamos de nuestras cosas
y nos divertimos en grande. Siempre sonreía, María Angélica,
con la mirada despierta y la cara llena de luz.
No nos importó separarnos ese domingo, sentíamos que aún
nos quedaban muchas horas juntos y esperábamos disfrutarlas
sin pensar en la soledad de mañana. Desde algún tiempo atrás,
el régimen de visitas al Penal primero se había extendido
a cinco días por semana y luego reducido a cuatro, de 9
a 11.30 y de 14.30 a 16. Las horas pasaban volando y yo
me preguntaba si habría una red para cazar las horas que
se iban, como si fueran mariposas.
Siempre era lo mismo en Rawson: yo me alojaba en casa de
unos parientes de buena voluntad y llenaba mis ratos vacíos
hablando de María Angélica. El martes llegué al Penal a
las 9 en punto. Al rato apareció ella en la capilla. Sonreía,
me acuerdo.
Volvimos a hablar de su madre y de Chela, de mis máquinas
de escribir y calcular. Yo le repetí las historias que ya
le había contado.
Al despedirnos me dijo: -No vengas esta tarde, papá. Tengo
una conferencia con las chicas delegadas. Amagué una protesta.
¿Te molestaría no venir, papá?, insistió ella. Yo le mentí
que de ningún modo, que me daba lo mismo. Al fin de cuentas,
nos quedaba todo el miércoles para vernos y todos los días
del año para escribirnos cartas.
Me acuerdo bien de aquel 15 de agosto: hacía frío, con un
poco de viento y el cielo estaba nublado. De lo que no me
acuerdo es de si besé a María Angélica por última vez en
la frente o en la mejilla.
Fuente: Revista La Maga, 19 de julio 1998.
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