La entrada en el invierno, que muchos solemos asociar negativamente con el frío y la oscuridad, representa en cambio entre las comunidades kollas del Norte argentino el comienzo esperanzado de un nuevo ciclo solar, celebrado con el ánimo de antepasados milenarios que explotaron la Tierra sin dañarla, pero conectados también ahora sin complejos con un mundo de jeans y teléfonos móviles.
Por María Pía Del Bono, de la agencia Telam. Desde Huacalera, Jujuy.
El solsticio invernal, de la larga noche del 20 al corto día del 21 junio de nuestro calendario, es el momento en el que los herederos del Tahuantinsuyo inca de cuatro regiones (los kollas, del Kollasuyo) rinden culto al Tata Inti (Padre Sol) y le piden que ilumine a la Tierra, la Pacha Mama, para que ella provea de alimentos al pueblo: es la Fiesta del Sol, o Inti Raymi.
Este 21 junio, antes del amanecer, bajo un cielo despejado y un frío que congelaba los huesos en medio de la Puna jujeña, una cronista de Télam participó de la ceremonia de entrada en el año solar 5505, ante la muda presencia del monolito que marca el Trópico de Capricornio, en la localidad de Huacalera, a 2.600 metros de altura y a 100 kilómetros de la ciudad de San Salvador.
En reducido grupo de kollas, acompañados por otros lugareños y turistas privilegiados, participó de la ceremonia casi en silencio. Un círculo rodeaba al oficiante de la ceremonia, el yatiri, que pronunciaba en voz casi inaudible oraciones en quechua, con su mirada fija en la cima del Cerro La Huerta. Otro grupo de bailarines kollas interpretaba una danzaba con cánticos.
La medianoche anterior, en las preparaciones, los kollas más ancianos, cantando, habían abierto un hueco pequeño en las entrañas de la Tierra, de su Pachamama, donde volcaron hojas de coca, chicha, maíz e incienzo.
"Antes se vivía de una manera más hermanada. Y con esta fiesta, queremos recordar a nuestros antepasados milenarios. Y defendemos nuestra lengua, que es el quechua", dice Víctor Romero, un jubilado municipal de 83 años muy bien llevados, con una dieta de charque, maíz y habas, lo que le da la Tierra, "y no necesito tomar pastillas".
Instantes antes de nacer la mañana del 21 de junio, este anciano sujetó una llama ataviada con serpentinas de colores, listo para convocar a quien quisiera del grupo y juntos sacrificar al animal y derramar en el hueco abierto de la Pachamama la sangre caliente que terminara de atraer al Inti y ser fertilizada con sus rayos.
El momento llegó, por fin. El yatiri, descalzo, pronunciando sus oraciones vio asomarse al Inti. Levantó sus dos manos con dos hojas de coca en cada una, dirigidas a cada punto cardinal. Los demás también levantaron sus brazos y con las palmas extendidas buscaron captar toda la energía del Tata Inti. La llama perdió primero su sangre y enseguida, su corazón, que ofreció el yatiri también al dios entre nuevas oraciones en quechua.
Distintas comunidades optan por
variantes propias en cada Inti Raymi. Esta vez, en Huacalera, tocó
un bautismo. El padre alimentó poco antes de salir el Sol una
fogata que calentaba la chicha para
dar de beber durante horas a
la Pachamama. Todo quedó preparado para el bautismo de Pachu
Pakarí Romero, de 3 años, dueño hasta allí
de unas trenzas larguísimas que ahora se le cortan colectivamente para que sus cabellos caigan también en el seno
de la Pachamama.
Su padre Héctor, el yatiri -que fue también el padrino- y el niño se abrazaron y lloraron un par de minutos emocionadamente. Pero contra cualquier prejuicio de purismo milenario, al convocar al resto de los participantes a cortar trenzas y a firmar un testimonio, lo que apareció fue un libro del osito Winnie The Pooh, reflejo chocante del "intercambio" cultural.
No fue esa mañana el único momento ni detalle en el que los participantes novatos fueron devueltos de un golpe al siglo XXI. El abuelo del niño se había olvidado la tijera e intentó la maniobra con la cuchilla con la que había sacrificado la llama, hasta que un turista ofreció una moderna y completa cortaplumas de última moda, que dio paso para terminar el trabajo con unas tijeras rescatadas a último momento.
El chico, como cualquier otro de su
edad, atravesó momentos de inquietud, lejos del estereotipo de
la paciencia milenaria que en el Occidente se atribuye a estos
pueblos. Entonces, irrumpió otra
vez la modernidad,
ahora en forma de tecnología. Un adulto buscó entre sus
ropas y le entregó el "juguete" que lo mantendría
calmo y entretenido hasta el final de la ceremonia: un teléfono
celular.
(Télam)
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