La Paz, 19 jun (ABI) – El Perú del presidente Alan García, uno de los dos bastiones de la economía de libre mercado y el ostracismo estatal en Sudamérica, parece soltado sin frenos en la misma vía que la Bolivia neoliberal de principios de este siglo transitó sin remisión desde abril del año 2000.
Por Coco Cuba
Nueve años después y en medio de otro
contexto regional dominado por los progresistas Lula En Brasil, Tabaré
Vásquez en Uruguay, Cristina Kirchner en Argentina, Fernando Lugo en
Paraguay, Rafael Correa en Ecuador, Michelle Bachelet en Chile y Hugo
Chávez en Venezuela, el gobierno del socialdemócrata García precipitó a
Perú sobre un escenario fangoso, después de ordenar una brutal
represión para acallar las protestas de los aborígenes de las selvas
amazónicas del nordeste del país encendidos contra la entrega de sus
territorios a privados.
Hace casi una década, en el territorio de su hermano univitelino,
Bolivia, estallaba una protesta que terminó envolviendo el país, lo
mismo, de mayoría poblacional indígena, y que en menos de un lustro
parió un nuevo modelo estatal.
Parte de la misma jurisdicción territorial en las posesiones
ultramarinas de España, Bolivia y Perú, hasta 1824 Alto Perú y Bajo
Perú, tienen vidas paralelas y provienen de una misma matriz histórica
y cultural, salvados sus propios matices.
Un lustro después que el Perú de Alberto Fujimori acabara con la
guerra del maoísta Sendero Luminoso, que en una década dejó 50.000
muertos, Bolivia se sumergió en un espiral de violencia y agrietamiento
institucional en abril de 2000, cuando la población de la central
ciudad de Cochabamba se alzó contra la privatización del servicio de
suministro de agua y tras una semana de tumultos sociales, de varios
muertos y heridos a manos de militares desplegados por el entonces
presidente Hugo Banzer, desalojó a una empresa anglo española.
Desde ese momento Bolivia se vio sobrepasada y en medio de un
vendaval de acontecimientos, mientras Perú, dejaba atrás al fujimorismo
y daba una pequeña pauta de lo que avisa venir: sentaba en el virreinal
Palacio del Conquistador español Francisco Pizarro a un hombre de piel
cetrina, pero estudiado en libro grande de letra chica, el “Cholo”
Alejandro Toledo, luego de un gobierno de transición presidido por el
magistrado Valentín Paniagua, un abogado que aprendió a leer y escribir
en las aulas de un colegio de la ciudad boliviana de Sucre.
Bolivia y Perú, donde Fujimori también redujo a cenizas al
irregular guevarista Movimiento Revolucionario Tupac Amaru, comparten
una frontera común de más de 1.000 km, tanto en los Andes como en la
Amazonia, donde el gobierno de García siente ahora que la tierra cimbra.
A la designada “guerra por el agua” de abril de 2000, cuando la
masa insurrecta ignoró un estado de sitio dictado por Banzer, siguió en
Bolivia un remezón cuando, en setiembre de ese año, policías y
militares estuvieron a un tris del enfrentamiento.
La crisis en Bolivia por la vigencia de un Estado de sesgo liberal,
fundado en una economía de mercado emplazada sobre la estructura de un
decreto que mandó al país más pobre de Sudamérica a las aguas
insondables del libre mercado, en 1985, se había instalado en medio de
un debate minúsculo y apagado en aras de la gobernabilidad y la paz
social, para entonces epidérmica.
Mientras tanto en Perú ya se había alzado, en los estertores del
régimen de Fujimori, el militar Antauro Humala, que seguido de una
tropa se rebeló en los Andes peruanos. Su movimiento fue conjurado,
pero dejó brasas bajo corteza.
Con el mismo Toledo, un populista de derechas formado en centros
europeos y estadounidenses, el modelo liberal no sufrió alteraciones y
el país mantuvo proa hacia el libre comercio propugnado por Washington
en la región que comenzaba a remecer.
De Ecuador salieron expulsados Abdala Bucaram, Jamil Mahuad y Lucio
Gutiérrez, este último en helicóptero, pues el Palacio de Atahuallpa en
Quito se encontraba tomado por el pueblo enervado en las calles en
demanda de justicia social.
En el interín Fernando de la Rúa y su sucesor Eduardo Duhalde no
aguantaron la presión social y los caceroleos y resignaron en Casa
Rosada, el primero en helicóptero y el segundo a paso prisa.
Mientras en Bolivia cocía a fuego lento el cambio de paradigma y en
lontananza despuntaba el liderazgo de un indio cocalero de apellido
Morales, que llegó a discutir en las urnas la silla presidencial con el
ultraliberal Gonzalo Sánchez de Lozada, en la Venezuela de los adecos y
copeianos, la derecha trataba de tumbar, en abril de 2002, al
presidente Hugo Chávez que amenaza con revolver, como si se tratara de
un calcetín, el estado de cosas en su país, preñado de petróleo, pero
pobre en líneas generales, como la mayor parte de los países
sudamericanos.
Sánchez de Lozada ganó la Presidencia de Bolivia en un refrenda
congresal tras las elecciones de 2002 e intentó cerrar un negocio que
su antecesor, el conservador Jorge Quiroga (2001-02) lo acercó ad
portas de la firma y ejecución: vender gas boliviano en tanqueras al
insaciable mercado de Estados Unidos por medio de una tubería tendida
desde los yacimientos de Tarija -controlados a todo esto por
multinacionales que él mismo ayudó a aterrizar en su primer mandato,
entre 1993 y 97- y un puerto de Chile, que también precisaba de gas
tras los recortes que le aplicó la Argentina post Carlos Menem, sumida
en una crisis energética de envergadura.
El conflicto se encendió por el irresuelto contencioso marítimo boliviano chileno.
En febrero de 2003, Sánchez de Lozada trató de cerrar sus cuentas
fiscales en rojo gravándole un impuesto a los salarios de la población
y, acto seguido, se le encendió un follón que marcaría el cambio de
rumbo de Bolivia.
Policías rebeldes y militares leales al mandatario ultraliberal se
mataron entre sí en plena Plaza de Armas de La Paz y siete meses
después Sánchez de Lozada, el último de los liberales, debió agarrarse
de un helicóptero para poder salir, con las justas, de las
incandescentes La Paz y El Alto.
Su sucesor Carlos Mesa saltó cual fusible por el mismo corto
circuito social y económico y el magistrado Eduardo Rodríguez no hizo
más que conducir la transición hasta la celebración de elecciones
adelantadas, en diciembre de 2005, que deparó un sorpresón: el tal
Morales, el cocalero “bloqueador” concentró las demandas de cambio y
con el 54% de los votos, “una tremenda legitimidad”, a decir del
entonces presidente del estable Chile, Ricardo Lagos, se hizo del
gobierno en Bolivia.
Para entonces el Perú gobernando por un Toledo en decadencia, cuya
popularidad orilló el 9% al cabo de su mandato, se puso en trance
electoral y, en medio de una campaña salpicada de soterrados discursos
anticomunistas y antindigenistas, Alan García sostuvo una dura pulsada
en las urnas con el otro de los Humala, Ollanta, que no pudo coronar en
el balotaje.
García, que en su primer mandato en los ’80 sumió al Perú en la más
grave crisis del siglo XX, ganó la silla presidencial más por virtud de
una campaña mediática de desprestigio contra Humala que por méritos
propios.
El Perú de García en los últimos tres años ha sostenido un
crecimiento sustancial de la economía que, como ha sucedido
invariablemente en los países latinoamericanos que adoptaron el modelo
liberal, no impacta en las mayorías depauperadas.
El Perú de García ha crecido en los últimos dos años a un ritmo de
casi dos dígitos, pero los pobres no han sentido la boyante economía en
sus bolsillos.
La administración García ha logrado atraer la inversión extranjera, del tipo de la que lleva la torta y deja los mendrugos.
En la gestión de García Perú ha suscrito tantos Tratados de Libre
Comercio (TLC) como el tiempo y los trámites legales se lo han
permitido, el más importante con Estados Unidos.
En la corriente por instrumentalizar el TLC, el mandatario peruano
mandó a aprobar una serie de decretos para concesionar los recursos
naturales de la selva amazónica de Perú.
Los aborígenes de esa región se alzaron a principios de abril por
la derogatoria de esa plancha de leyes y, a García no se le ocurrió
mejor idea que -como Sánchez de Lozada en octubre de 2003 cuando ordenó
apagar a cualquier costa una insurrección popular en El Alto y La Paz
contra sus políticas privatistas- reprimirlos el pasado 5 de junio con
el resultado de al menos 50 muertos entre indígenas y policías y un
Perú erizado, en los umbrales, pese a retirar los decretos contra los
que se alzaron los indios peruanos.
Perú y la Colombia del conservador Alvaro Uribe, son ahora mismo las plazas del sistema liberal en la región.
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