Yo diría que (Jean Paul) Sartre, pese a la indiscutible fuerza de su pensamiento, su talento y su personalidad, sigue siendo el hombre que hizo descarrilar el existencialismo y lo sacó de circulación. Esto puede deberse en parte a la distancia que mantuvo respecto del pensamiento de (Martin) Heidegger, que pasó toda su vida activa trabajando afanosamente en socavar los puntos de apoyo de la filosofía, precisamente allí, en la grieta entre el Ser y el Devenir. Me animaría incluso a sugerir que lo que Heidegger buscaba era una conexión viable entre lo humano y lo divino que no enardeciera demasiado irreparablemente a los mandarines alemanes en vigencia en la era poshitleriana, que no tenían ningún apuro por perdonarle su pasado y difícilmente iban a estimular su propensión a lo irracional.
Por Norman Mailer*
Pero Sartre se sentía cómodo en el
ateísmo, aun cuando carecía de fundamentos donde plantar sus pies
filosóficos. Al diablo con eso: no los necesitaba. Estaba preparado
para sobrevivir en el aire. Estaba dispuesto a decir: somos franceses,
pensamos, podemos vivir con el absurdo sin pedir a cambio ninguna
recompensa. Y eso se debe a que somos lo suficientemente nobles para
vivir con el vacío y lo suficientemente fuertes para elegir un camino
por el cual estamos incluso dispuestos a morir. Y todo eso lo haremos
desafiando abiertamente el hecho de que, en efecto, no tenemos dónde
estar parados. No buscamos un Más Allá.
Era una actitud; era una
postura orgullosa, como vivir con el propio pensamiento en un espacio
sin forma, pero privaba al existencialismo de la posibilidad de
emprender exploraciones más interesantes. Porque el ateísmo, en materia
de filosofía, es una empresa estéril. (¡Pensemos sólo en el positivismo
lógico!) El ateísmo puede contender con la ética (como Sartre supo
hacerlo alguna vez con máxima brillantez), pero en materia de
metafísica termina en un callejón sin salida. A un filósofo, después de
todo, le resulta casi imposible explorar cómo es que estamos aquí sin
acariciar alguna idea de lo que puede haber sido una fuerza previa. Si
la existencia nació ex nihilo, lo que se sofoca es la especulación
cósmica. En el caso de Sartre, la cosa es peor: la existencia nació sin
dar pista alguna que indique si estamos aquí con un fin bueno o si no
hay razón alguna que nos justifique.
Y al mismo tiempo, Sartre
tenía un endemoniado talento filosófico. Podía funcionar con precisión
en los niveles más altos de cada una de las estructuras lógicas que
desplegaba. ¡Si al menos no hubiera sido existencialista!
Porque
un existencialista que no cree en algún tipo de Otro es como un
ingeniero que diseña un automóvil que no requiere conductor ni acepta
pasajeros. Para que el existencialismo florezca (para que se desarrolle
a través de una serie de nuevos filósofos que construyan a partir de
premisas anteriores), necesita un Dios que no se confíe en el fin más
de lo que nos confiamos nosotros; un Dios que sea un artista, no un
legislador; un Dios que padezca las incertidumbres de la existencia; un
Dios que viva sin ninguna de las garantías preestablecidas que presiden
como un íncubo la teología formal y su flatulenta afirmación de un Ser
que es Todo Bondad y Todopoderoso. ¡Todo Bondad y Todopoderoso: qué
oxímoron gargantesco! Un Dios así, sin duda, dejaría desamparado a
cualquier teólogo que quisiera explicar un terremoto. Ante la ira de un
tsunami, lo único que sería capaz de hacer es tirarse un pedo. La idea
de un Dios existencial, un Creador que en términos artísticos, quizás
hizo lo mejor que pudo, pero pecó acaso de negligente a la hora de
diseñar las placas tectónicas, ese Dios no está dentro de su horizonte.
Sartre
era ajeno a la posibilidad de que el existencialismo prosperara si
aceptaba que tenemos un Dios, en efecto, y que cualesquiera sean sus
dimensiones cósmicas (no importa cuán grande o pequeño aceptemos que
sea), ese Dios encarna algunas de nuestras fallas, nuestras ambiciones,
nuestros talentos y nuestra melancolía. Porque el fin no está escrito.
Y si lo está, no hay lugar para el existencialismo. Pero fundemos
nuestras creencias en el hecho de nuestra existencia y no nos costará
demasiado aceptar que no somos sólo individuos sino acaso parte vital
de un fenómeno más amplio que va en busca de alguna visión de la vida
más sutil que la que se desprende de nuestra condición humana actual.
Se podrá argumentar que no hay razón para que esta idea no esté más
cerca del ser real de nuestras vidas de lo que lo está cualquier cosa
que puedan ofrecernos los teólogos oximorónicos. Ciertamente es mucho
más razonable que la idea de Sartre según la cual, pese a su deseo
apasionado de una sociedad mejor, estamos aquí independientemente de
que lo queramos o no, y que tenemos que arreglárnosla lo mejor posible
con esa nada endémica instalada sobre la eterna falta de fundamento.
Sartre
era realmente un escritor de dimensiones mayores, pero también era un
verdugo filosófico. Guillotinó al existencialismo justo cuando más
necesitábamos oír su grito, el alarido bárbaro que nos dice que hay
algo en común entre Dios y todos nosotros. Como Dios, somos artistas
imperfectos que hacemos lo mejor que podemos. Podemos tener éxito o
fracasar, exactamente igual que Dios. Esa es la tonada implícita, si no
latente, del existencialismo. Haríamos bien en volver a vivir con los
Griegos, volver a vivir con la esperanza de que el fin permanece
abierto, pero que la tragedia humana tal vez sea nuestro fin.
Las
grandes esperanzas no tienen fundamento real a menos que uno esté
dispuesto a hacer frente al destino que quizá también esté en camino.
Esos son los polos de nuestra existencia, y lo fueron desde el primer
instante del Big Bang. Puede que algo inmenso esté removiéndose ahora,
pero para conocerlo, haremos mejor en alentar la esperanza de que la
vida no nos suministrará las respuestas que tanto necesitamos, pero nos
ofrecerá el privilegio de mejorar nuestras preguntas. No será el
absolutismo moral sino el relativismo teológico lo que haremos bien en
explorar si tenemos verdadera necesidad de un Dios con el cual podamos
comprometer nuestras vidas.
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