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31/08/2008 - En General

Odisea de los Andes

Es una tarde de junio de 2001. El minibús para en la esquina de avenida Bergenline y la calle 65, en New Jersey. Camino los cincuenta metros que me separan de la típica casa mediana estilo inglés. Desde la puerta abierta llega la voz de un hombre invitándome a entrar.

Por Claudio R. Negrete, publicado por Agenda de Reflexión el Agosto 29, 2008.

 

Al fondo, en la cocina, ese mismo hombre se para y avanza, bamboleándose hacia los costados, para saludar. A pesar del esfuerzo, se le nota el orgullo de haber vencido la dureza de sus piernas ortopédicas.

–Heldo –se presenta–. Heldo Borzaga

Heldo tiene un secreto bien guardado. Está allí, entre sus cosas más queridas. Ese secreto lo conforman diecisiete días ocurridos en los Andes, en su patria, la Argentina, hace casi cinco décadas, el mismo tiempo que lleva en los Estados Unidos.

Hablando, recordando, dejando el perfecto lugar para algunos silencios nostálgicos se había hecho medianoche. Entonces, Borzaga trajo el borrador de sus memorias, el libro inédito de su tragedia en los Andes.

Se sabe que la tragedia golpea siempre en el mismo lugar, el de la existencia. Se sabe que no hay tragedia despojada del drama y la muerte. Se sabe que no existen hechos trágicos que no encierren un misterio indescifrable. Esta historia, su historia, estuvo guardada por casi medio siglo. En un primer momento remite a esos días de angustia y zozobra de los ‘rugbiers’ uruguayos perdidos en plena cordillera. También, para mí, críado a fuerza de cine, a aquellas películas donde Spencer Tracy dominaba los misterios de las montañas y vencía de manera épica al gigante de rocas y nieve.

–Lea, lea en voz alta, quiero acordarme –me pidió.

LA ODISEA.
Sensación rara la de leerle a un hombre su propio drama. Muy rara: viajamos en el tiempo hasta agosto de 1953 cuando, con sólo 25 años y siendo un joven oficial del Ejército, Borzaga se internó en la montaña formando parte de un grupo de 40 esquiadores que iban a recorrer la zona de Laguna Diamante a 5.500 metros de altura, pegada al volcán Maipo, límite mendocino con Chile.

La expedición se inició el lunes 10 de agosto. Recorrieron más de 60 kilómetros esquiando o caminando sobre la nieve con raquetas. Cruzaron 7 kilómetros por la laguna congelada, cubierta de nieve. Era el lunes 17 cuando llegaron al refugio de Obras Públicas. “Todo era normal –dice Borzaga, entrando en el recuerdo– dentro de lo planificado. A esa altura el frío pegaba duro, con temperaturas que alcanzaban los 20 grados bajo cero, con nieve ya congelada. En tres trineos grandes, tirados por 12 hombres cada uno, transportábamos los equipos para la travesía”.

Al llegar al refugio, diez de los esquiadores decidieron adelantar el regreso. El resto, treinta hombres, quedó al mando de Borzaga. Ese 17 de agosto, miró por la ventana de la cabaña y vio que la luna tenía un halo rojo. El viento había cambiado, la nieve volvía una vez más y la visibilidad se tornaba nula. “Era el viento blanco, el peor enemigo de los andinistas, el que los desorienta más –señala. Todavía hoy los baquianos e indios dicen que ése es el espíritu de la montaña que se rebela contra quienes quieren domarla”.

Lo que Borzaga temía sucedió: las condiciones climatológicas cambiaron totalmente. El 18 se desató una tormenta tan furiosa que los obligó a ingresar al refugio Yaucha cerca de mediodía. Estuvieron allí, guarecidos, hasta el viernes 21. Todo el sitio había sido tapado por la nieve. Con mucho esfuerzo, pero sabiendo que sólo podían hacer eso, consiguieron salir por la claraboya. Justo a tiempo: cuando lograron salir todos, otra avalancha terminó por sepultar de manera total el refugio. Ninguno de ellos lo sabía, pero acababan de salvarse por primera vez de una muerte segura.

El tiempo seguía empeorado, los hombres apuraron la marcha del regreso. Para estar más livianos, y caminar más cómodos, decidieron dejar los equipos grandes. Estaban cansados pero se sentían triunfantes. La naturaleza les tenía preparada una nueva prueba. Otro temporal los volvió a golpear con furia inusitada y, finalmente, se perdieron en medio de la inmensidad blanca. El grupo caminó sin rumbo hasta la una de la mañana. El viento los seguía desviando de la ruta que Borzaga había trazado. “De repente –recuerda, y en su voz se oye el silbido de la tormenta–, nos caímos, nos deslizamos sin parar en una quebrada profunda, en medio de la oscuridad. La caída nos había sacado de la senda que nos regresaría a la base de la montaña”. No pudieron saber que el grupo de diez hombres que se había desprendido para alcanzar otro refugio, a unos cinco kilómetros del lugar, nunca llegarían a destino: los que no murieron aplastados por el alud, se congelaron horas después.

Totalmente desorientados, los hombres a cargo de Borzaga pararon en un lugar llamado Arroyos de los Gauchos. Allí hicieron fuego para secar sus ropas mojadas y heladas. En la caída, habían perdido carpas y los elementos más indispensables para la supervivencia. Era 22 de agosto, pero a ellos poco les importaba. Ya llevaban 12 días en una montaña que se había transformado en una bestia indomable, no tenían comida, se mantenían con lo poco que les quedaba: algo de café, unas vitaminas y pequeños trozos de chocolate.

Con unos paños de lona improvisaron, contra unas rocas, un techo para protegerse y aguantar la noche. Al día siguiente, a las dos de la tarde, el viento volvió a soplar implacable a l00 kilómetros. Lo poco que podían caminar los 21 hombres, lo hacían enterrados con nieve más allá de cintura. En algunas partes, debían arrastrarse para contrarrestar la fuerza del viento. Después de 5 horas, agotados, volvieron a armar el toldo.

“Esa noche ninguno durmió. A las seis de la mañana todavía era de noche y una ráfaga de viento voló todo. Estábamos a unos 3.500 metros de altura, en medio de la nada, perdidos a la intemperie. A las 10 de la mañana otra avalancha de nieve se nos vino encima y apagó el fuego. Entonces, di la orden de prenderlo de nuevo quemando todo lo que teníamos: esquíes, raquetas de madera, rollos de fotos. Todo. Quedamos a la intemperie con casi 30 grados bajo cero y un viento insoportable que no paraba”. Borzaga hace silencio, recuerda. Más que recordar, pelea con el recuerdo.

–Por primera vez, sentí que nos encontrábamos en el límite, que nos podíamos morir todos –dice, y vuelve a guardar silencio.

LO PEOR
En un momento, la lucha de esos hombres dejó de ser contra la nieve y el viento. El verdadero peligro era dormirse. Dormir significaba morir congelados. “Nos hacíamos masajes, les gritaba que no se durmieran, les ordenaba que cada uno despertara a un compañero, les pegaba con toda mi alma cuando veía que empezaban a cerrar los ojos, que se entregaban sin darse cuenta”, relata Borzaga.

La inmensidad se ensañaba en esos hombres. Para paliar el congelamiento de la sangre, se inyectaban coramina glucosa. La lucha era desigual: al frío en los huesos y en la carne, a la falta de comida, se sumaba la angustia de saber que les llegaba el fin. La muerte blanca, esa muerte que hace sentir una paz especial, que neutraliza la voluntad de reaccionar y que pone a la conciencia en un estado de irrealidad total, los empezaba a envolver.

En dos días, 21 y 22 de agosto, murieron doce integrantes de la expedición. Los sobrevivientes amontonaban los cadáveres de los compañeros contra el viento para usarlos como trincheras. El espectáculo, de tan real, era espantoso. Algunos se acostaban sobre los muertos para evitar quedar pegados al piso por el hielo y la nieve. Sólo se podía esperar a la muerte en ese cementerio de nieve. Así permanecieron horas, días, callados, esperando su turno.

“A las seis de la tarde del 23 de agosto me desmayé. Mis compañeros me taparon. No sabían si estaba vivo o muerto. A las tres horas, en plena oscuridad, reaccioné. Abrí los ojos y supe que todos nos íbamos a morir allí. Todos lo sabíamos, por eso nadie hablaba.”

El 25, de los treinta integrantes de la expedición que quedaron al mando de Borzaga sólo quedaban vivos ocho. El Suboficial Torres se le acercó a Borzaga y le pidió que los matara a todos con su pistola y que después se pegara un tiro.

–Déjeme pensarlo –contestó Borzaga–. Y como tenía miedo que Torres le sacara la pistola y los matara, tiró el arma y tres cargadores completos al arroyo por el agujero en el hielo.

Estuvieron ocho días sin comer, la mitad de ellos a la intemperie con temperaturas de congelamiento. Caminar les proporcionaba todos los dolores, imaginados o no. El reflejo de la nieve los enceguecía sin piedad. Sólo quedaba recostarse sobre los compañeros muertos, bajo un temporal que no paraba, y arrastrarse hasta el arroyo congelado para conseguir agua. El agua era lo único que los mantenía vivos. Uno de los soldados, al ir hasta el arroyo, quedó atrapado en un agujero que había en el hielo. “Con las pocas fuerzas que me quedaban fui a ayudarlo, lo tomé de la pierna, tiré y lo saqué. Sentí algo caliente en mis manos. Y ese calor me produjo un alivio inmediato. Al mirarme vi como brotaba sin parar la sangre de mis manos”. Cuando tomó la pierna del soldado, las manos de Borzaga habían quedado pegadas a la tela del pantalón congelado. Al desprenderse, se arrancó las yemas de los dedos. Su propia sangre, caliente, lo cubría. Borzaga recuerda que quiso que ese calor durara para siempre. Se vendó las manos y se quedó tirado en la nieve, inmovilizado.

Pero el drama estaba lejos de terminar. Durante la travesía se había lastimado el pie izquierdo con una roca, y el dolor parecía ascender sin freno. “Descubrí un principio de gangrena, una línea azul que comenzaba a subir por la pierna. Sabía que me quedaba poco tiempo. Entonces llegué a la conclusión de que la única manera de salvar mi vida era enterrando la pierna en la nieve. Arañando, como un loco, empujando con el zapato hice un pozo y metí las piernas cubriéndolas de hielo y nieve. Pude frenar la infección, pero también congelé la otra pierna”.

Habían pasado dieciséis días desde la partida. Quedaban siete integrantes vivos de la expedición original. Borzaga seguía acostado, tapado por el hielo que se había formado en su cara y brazos, cuando se le acercó un soldado y, desesperado, le dijo que se moría. “Lo abracé para consolarlo, le dije varias veces que no, que no se preocupara, que nos iban a rescatar. Pero no me escuchaba. Se había muerto en mis brazos, sobre mi pecho. Así estuve lo que me pareció una eternidad, sintiendo su peso sobre mí hasta que logramos ponerlo con los demás cadáveres”.

Las alucinaciones se multiplicaban. Un soldado decía que veía a Dios detrás de una piedra y que estaba vestido de blanco. Otro creía haber descubierto a un jeep que se acercaba para rescatarlos. “Allí está, nos salvamos. ¿Usted sabe manejar no?”, gritaba segundos antes de derrumbarse, muerto, sobre la nieve.

El termómetro se había roto al pasar la barrera de los 30 grados bajo cero. El viento blanco no cedía. El 26 de agosto, el cabo Eduardo Silva logró incorporarse después de varios días de estar tirado sobre la nieve y los muertos. Borzaga decidió que fuera él, el más fuerte de todos, quien bajara de la montaña a buscar ayuda. Era la única oportunidad que tenían. El cabo se llevó su silbato y emprendió un camino incierto, plagado de dudas. Caminó más de 20 horas entre tormentas y fuertes nevadas hasta que se topó con la imagen que más soñaba: la luz del Refugio Cruz de Piedra, el campamento base. Pero, extenuado, se derrumbó cuando le faltaban 100 metros para llegar. Atinó a soplar como pudo el silbato y alertó a quien estaba de guardia. Después se desmayó. Dos horas después reaccionó y dijo: “Están todos muertos”.

–¿Y Borzaga? –le preguntó el guardia.

–Se está muriendo, como todos –dijo Silva.

EL DESTIERRO
Ya había más de mil hombres rastreando toda la zona para encontrarlos. El equipo de salvamento llegó a donde estaba el grupo el 27 de agosto a las 8 de la mañana. Borzaga estaba semi inconsciente. Escuchó una voz que decía a su lado: “Está muerto, no hay nada que hacer”. Apenas pudo mover un ojo para que se diera cuenta que todavía estaba vivo. Tardaron seis horas en reanimarlo. El regreso no fue menos duro. Atados a trineos, los sobrevivientes tuvieron que soportar una bajada de 22 horas. Grietas, barrancos, precipicios, tormentas, siempre sujetos a esas camillas que se deslizaban por el hielo. Borzaga tiene todavía en su cuerpo la marca de los sunchos de cuero y las sogas. Habían estado sin comida, a la intemperie, soportando tormentas de nieve, vientos imparables, con la muerte rondándolos todo el tiempo, sólo protegidos por los 14 cuerpos sin vida de sus propios compañeros. Aguantando un temporal que duró un mes, uno de los más feroces que se recuerde hasta nuestros días.

Después del rescate, Borzaga fue llevado al Hospital Militar. Le tuvieron que amputar la pierna que había sido ganada por la gangrena. Una neumonía lo acosaba, tenía un oído lesionado gravemente, su cuerpo tardaba en reaccionar. De repente, sintió algo raro: un tumulto ganó el pasillo que llevaba a su habitación. Era el presidente Perón que lo había ido a visitar. En la puerta, el médico que atendía a Borzaga le dijo al presidente que no viviría más de 2 horas: “No tiene circulación sanguínea”.

–General, ¿me da un cigarrillo? –le pidió Borzaga, con un hilo de voz, mientras el cura esperaba en la puerta para darle la extremaunción. Perón sonrió y accedió al pedido. Después, con la ayuda del humo, Borzaga le pregunté si se acordaba de él. Pocos meses antes había sido su ayudante cuando estuvo en Las Cuevas. Entonces, Perón le preguntó al médico si se le podía dar cortisonas para mejorar. Y como podía resultar, mandó a su asistente a que fuera a buscar a su mesita de luz tres ampollas que habían quedado de cuando Evita estaba enferma. “Por suerte reaccioné enseguida –recuerda Borzaga–. Esa cortisona me salvó”.

Perón le regaló su Cóndor de oficial y lo convenció de viajar a los Estados Unidos para completar la curación en el Hospital de la Universidad de Nueva York. Allí le amputaron la otra pierna y empezó el lento proceso de rehabilitación.

Locuras de la Revolución Libertadora: cuando ocurre el golpe de Estado de 1955, convencidos de que el vínculo de Borzaga con Perón era indestructible, la dictadura de Aramburu lo castiga dándole la baja del Ejército. Borzaga se quedó en Nueva York pero conoció a quien sería el amor de toda su vida, la norteamericana Marita Petro, la mujer con la que armó una nueva vida.

En 1994, 41 años después, Borzaga volvió lugar del drama con varios de sus compañeros. “Está todo increíblemente igual”. Y el destino le dio una vuelta increíble. En mayo de 2002 murió en la misma habitación del hospital donde, medio siglo atrás, había conseguido lo imposible. Vencer la furia de la montaña.

Por Claudio R. Negrete, publicado por Agenda de Reflexión el Agosto 29, 2008.


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